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Muy pronto el bufón del rey se convenció de que su papel estaba reducido, en la aventura que corría, al de un simple testigo. Seis hombres, á la larga separados y con gran recato, seguían al cocinero mayor, á los dos hombres que conducían el pesado bulto, y á los dos soldados de la guardia española que le escoltaban.

Le molestaba la música, por creerla igual a una risa burlona. Otra vez necesitaba huir en busca de obscuridad y silencio. Y tomó una de las escaleras que conducían a la cubierta de los botes. Arriba creyó despertar con el fresco de la noche, como los ebrios que reciben de pronto una corriente de aire.

La percalina de que iba forrado el féretro miserable se había abierto por dos o tres lados; se veía la carne blanca de la madera, que chorreaba el agua. Los que conducían el cadáver le zarandeaban. La fatiga y cierta superstición inconsciente les había hecho perder gran parte del respeto que merecía el difunto. Todos los hachones se habían apagado y chorreaban agua en vez de cera.

A poco entraban en la estancia del obscuro diván las doce tinieblas personificadas del Sennaar, que conducían en un rico palanquín, y entre almohadones de ormesí y sedas, a la desmayada cuanto hermosísima Híala.

Se abrió la puerta y salió el cocinero; tras él, dos hombres que conducían, puesto sobre dos palos, un bulto al parecer pesado, y luego dos soldados de la guardia española, á juzgar por sus armas y por sus coletos rojos. El cocinero mayor volvió á cerrar la puerta.

Había en él árboles, cosa rara en todo el contorno, y muchos pájaros en ellos, porque el arbolado los atrae y no los podrían hallar en otra parte; había también en él, orden y desorden, paseos enarenados que conducían a las verjas de entrada y que halagaban cierto afán que siempre tuve por los sitios en que puede uno discurrir con cierto aparato; paseos en los cuales las damas de otra época habrían podido desplegar sus vestidos de ceremonia; oscuros rincones, bosquecillos húmedos, apenas penetrados por el sol, en los cuales todo el año crecía el verdoso césped sobre la tierra esponjosa, lugares solitarios visitados sólo por , que ofrecían cierto aspecto de vejez y de abandono y estaban llenos de recuerdos.

Ocuparon los caminos para impedir la internacion de víveres, quitando la vida á los conductores, y aprovechándose de cuanto conducian: de suerte que aquellos vecinos se vieron reducidos á sufrir las mayores necesidades.

Recuérdase con placer que en ese mismo lago se libró el ilustre Tell de los sicarios de Gesler que preso le conducian á Lucerna, despues del tremendo castigo á que le condenó el tirano, obligándole á tirar sobre la cabeza de su hijo.

Dos o tres veces vi a Magdalena que salía y marchaba hacia las alamedas como quien busca a alguien. Desapareció y volvió otra vez, vaciló entre tres o cuatro caminos que conducían del parterre a los confines del parque y al fin tomó por uno de ellos, cubierto de olmos, que terminaba en los estanques. De un salto pasé de una a otra orilla y la seguí.

Cuando llegaron hizo acercar la una, en la cual doña Clara y don Juan entraron y se dirigieron al alcázar. Luego, con la otra silla de manos se fué á la casa donde estaba el padre Aliaga, con lo que había sido Dorotea, abrió, hizo que los ganapanes que conducían la silla le metiesen dentro y se quedasen fuera.