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Actualizado: 7 de mayo de 2025


Sus rostros no eran gran cosa; hubieran resultado insignificantes a no ser por los ojos, unos verdaderos ojos valencianos que les comía gran parte de la cara, rasgados, luminosos, sin fondo, con curiosidad insolente algunas veces, lánguidos otras, y cercados por la ojera tenue y azul, aureola de pasión. La mayor, Conchita, veintitrés años, era la más parecida a su madre.

Dios sabe cuántas proposiciones habría perdido la niña por culpa de aquel hombre, que gozaba todas las intimidades de un novio, sin decidirse nunca a serlo. Pero Conchita se mostraba sorda a los consejos de mamá. Ella lo pescaría; los hombres que las echan de listos caen cuando menos lo esperan: todo era cuestión de tiempo y de presentar buena cara.

Le daban miedo el ruido y el movimiento de Buenos Aires, a pesar de que venía de Europa. Eran las impresiones de la niñez que persistían en ella. Se apiadaba de su compañera de viaje; ¡pobre niña! ¡sola en aquella tierra de perdición llena de extranjeros!... Miró Conchita la ciudad con el ceño fruncido y apretando los labios. Es grande, ¿eh, paisana? dijo Isidro. ... grande es.

Abandonó Maltrana su sillón al reconocer a dos señoras que venían hacia él: las primeras que se mostraban en el paseo. «Conchita y doña Zobeida...» Y las saludó gorra en mano sonriendo obsequiosamente, pues doña Zobeida, a pesar de su modesto exterior, le inspiraba una gran simpatía no exenta de lástima.

Y los dos entraron en el salón, colocándose en primera fila. El ambiente, cerrado aún y caldeado por tantas respiraciones, era de una densidad asfixiante. Conchita los saludó con un gesto de cansancio. Doña Zobeida, al reparar en ellos, tuvo miradas de ternura. Muchas gracias, en nombre del buen padrecito. Para ella, esta misa era de mayores méritos que las anteriores.

Sentimos lo mismo que en presencia de un muro detrás del cual se mueve una muchedumbre invisible. Los dos amigos volvieron la cabeza al notar que Conchita se apoyaba en la baranda junto a ellos. Habíase despedido repetidas veces de doña Zobeida, pero ésta iba luego en su busca para hacerle nuevas recomendaciones. La buena señora pensaba salir aquella noche para su amada Salta.

Por las noches, abandonando a su amigo Rafael, asistía a la tertulia de las de Pajares; y no contento con las largas conversaciones que allí sostenía con su novia, todavía por las mañanas, a la hora en que Amparo estaba en el tocador, las criadas en el Mercado y la mamá en la cama, subía la escalera, y en el rellano, ante la puerta entreabierta de la habitación, hablaba más de una hora con Conchita, hasta que se levantaba doña Manuela y comenzaba el movimiento de la casa.

El sacerdote se preparaba a oficiar sin más pueblo devoto que las sillas esparcidas en el salón con el desorden de la fuga. Sólo algunas domésticas, enviadas por sus señoras, entraron apresuradamente para no quedarse sin misa. Doña Zobeida y Conchita habían avanzado hacia los asientos de primera fila, consolando al oficiante con su presencia de esta retirada general.

Hombre, yo soy casado protestó Manzanares . No haga malas suposiciones: yo no pienso ya en esas cosas. Pero Maltrana insistió. Le gustaba la francesa y tampoco le parecía mal Conchita, aquella compatriota que iba sola a Buenos Aires. ¡Un hombre de mi edad! exclamó Manzanares . ¡Y con el estómago perdido!... Esa Conchita es una muchacha decente; no hay más que verla: una señorita.

Conchita estaba libre de la virtuosa presencia de doña Zobeida, que andaba por abajo en arreglos de equipaje. Los ojitos negros tenían una expresión maliciosa y prometedora. A él no le parecía mal la madrileña... ¡Pero en víspera de la llegada a Buenos Aires! ¡Cargar con un nuevo compromiso un hombre como él, que iba a la ventura!...

Palabra del Dia

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