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Actualizado: 10 de junio de 2025


Los mismos collares la adornaban; pero vestía un ropaje menos haraposo y siniestro que el de aquella tarde, junto a La Encarnación. Era la anciana a que él llamaba en su recuerdo: la hechicera. ¿No vos fizo daño, ayer noche, el clavel? preguntó la mujer, mirándole en el rostro con azucarada sonrisa. Luego, misteriosamente, bajando la voz: ¡Si la vieses ! Es la hembra más hermosa de Castiella.

Dale a besar tus anillos en que Véspero escintila, tus collares, tus zarcillos, tu boca roja y tranquila... Y cuando tu seducción divina y crepuscular conquiste para tu rito algún nuevo corazón que sepa quimerizar, extiende sobre el neófito tus manos en bendición, ¡oh Madona!, y alrededor de su sien pon las perlas de nostalgia que tiemblan en tu corona, por toda tu vida. Amén.

Luego todos los portugueses, eclesiásticos y seculares, que entonces residían en Roma. Luego los parientes del Embajador, todos en caballos que ostentaban ricos jaeces. Eran los jinetes más de sesenta hidalgos, que lucían sedas y encajes, collares y cadenas de oro y de piedras preciosas, y en los sombreros, cubiertos de perlas, airosas y blancas plumas.

Era placentero ver llegar por las callejas la figura ondulante de una joven a veces descalza; pero luciendo, , en su primoroso peinado alguna rosa amarilla o algún sangriento clavel, prendido con garbo en las trenzas. Su cadera se ofrecía y se esquivaba al andar. Su sonrisa era mejor que los collares. Los hombres se detenían para contemplarla. Algunos la susurraban al oído palabras en algarabía.

Reducíase su vestido a una blusa o camisa llamada por ellos tridako, fabricada con las fibras de una corteza de árbol; pero la falta de trajes la suplían con la sobra de adornos: collares de dientes de puerco y chacal, o de escamas de tortuga, y brazaletes de conchas y espinas de pescado. Uno solo de ellos el Korana o jefe sin duda llevaba una especie de sotana de tela roja.

Bien valía aquella pregunta una inocente mentirilla, así que la contesté con un negativo monosílabo, con el que se quedó la buena de Angue en la firme creencia de que en toda la redondez de la tierra no había mas collares que el suyo, ni más faroles de colores que los de su pueblo. A las doce de la noche terminó el baile y cada cual tomó el petate.

Por todos los caminos que cruzaban el terreno dirigiéndose al gran centro de población como los rayos de una rueda convergen en el cubo, oíanse el campanilleo de los collares de los caballos, el rodar de los carros, el chasquido de los látigos y el eco de voces brutales. Era el feo límite en donde comienza la actividad del torbellino de la vida de París.

Aunque Nucha no pecaba de burlona, no pudo menos de hacerle gracia el atavío de la jueza, que pasaba por el figurín vivo de Cebre, y a hurtadillas sonrió a Julián mostrándole con imperceptible guiño los collares, dijes y broches que lucía en el cuello la señora, mientras ésta a su vez devoraba e inventariaba el sencillo adorno de la recién casada santiaguesa.

Los muebles no pecaban de suntuosos ni de abundantes, y en todos los rincones permanecían señales evidentes de los hábitos del último inquilino, hoy abad de Ulloa, y antes capellán del marqués: puntas de cigarros adheridas al piso, dos pares de botas inservibles en un rincón, sobre la mesa un paquete de pólvora y en un poyo varios objetos cinegéticos, jaulas para codornices, gayolas, collares de perros, una piel de conejo mal curtida y peor oliente.

Yo no quiero collares, yo no quiero perlas, yo no quiero más regalos que él mismo, su presencia, su compañía, que es para el mayor regalo. Pero se va ¡se va todas las noches y me deja sola! ¡Y es que ya no le intereso! No, Luisita, no. ¡Cómo no has de interesarle! O le interesa más el Jockey. Tampoco. El hombre comparte ambas seducciones: tu compañía y el trato de los amigos.

Palabra del Dia

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