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Y entre los palacios hay pueblos enteros de barro y de paja: el negro canaco en su choza redonda, el de Futa-Jalón cociendo el hierro en su horno de tierra, el de Kedugú, con su calzón de plumas, en la torre redonda en que se defiende del blanco: y al lado, de piedra y con ventanas de pelear, ¡la torre cuadrada en que veintiséis franceses echaron atrás a veinte mil negros, que no podían clavar su lanza de madera en la piedra dura!

Pero más de una vez también, la serie de nuestras aventuras ha terminado con un imprevisto remojón y el desgraciado náufrago, repentinamente calmado de su loca alegría, ha tenido que retirarse cabizbajo á la choza inmediata del campesino para enjuenjuagarse ropas en la hoguera de sarmientos.

Pero cuán grande no sería su sorpresa al encontrarse, a poco trecho y sin salir del intrincado bosque, a las puertas de un suntuosísimo palacio, que parecía un ascua de oro por lo que brillaba, y en cuya comparación pasaría por una pobre choza el espléndido alcázar del Rey Venturoso.

»El conde ha sometido el proyecto a su madre, que está dispuesta a firmar a dos manos. La noble dama ha perdido ya sus ilusiones sobre la señora Chermidy que cuesta más de cuatro millones a don Diego y que habla de retirarse a una choza para llorar la dicha perdida pensando en su hijo.

Entretanto, el calor no tardó en producir un efecto somnífero; la linda cabecita de cabellos rubios cayó sobre la vieja bolsa y los ojos azules fueron velados por sus párpados semitransparentes. Pero, ¿dónde se encontraba Marner en el momento en que aquella extraña visita acudía a su hogar? Estaba en la choza, pero no había visto a la criatura.

Durmió Sancho aquella noche en una carriola, en el mesmo aposento de don Quijote, cosa que él quisiera escusarla, si pudiera, porque bien sabía que su amo no le había de dejar dormir a preguntas y a respuestas, y no se hallaba en disposición de hablar mucho, porque los dolores de los martirios pasados los tenía presentes, y no le dejaban libre la lengua, y viniérale más a cuento dormir en una choza solo, que no en aquella rica estancia acompañado.

No tardaron mucho en hallarse a la vista de un edificio tan suntuoso, grande y de tan florido estilo, que en su comparación, parecía miserable choza, la casa más capaz y elegante de Padres Jesuitas, sin exceptuar la que tienen en Loyola. Sobre la puerta principal había una inscripción en gruesas letras de oro.

Prometió Urashima tener mucho cuidado con la caja y no abrirla por nada del mundo. Luego entró en su barca, navegó mucho, y al fin desembarcó en la costa de su país natal. Pero ¿qué había ocurrido durante su ausencia? ¿Dónde estaba la choza de su padre? ¿Qué había sido de la aldea en que solía vivir? Las montañas, por cierto, estaban allí como antes: pero los árboles habían sido cortados.

Los vecinos que sólo podían dar consuelos, se mostraban inclinados no sólo a saludar a Silas y discutir con bastante detención su infortunio cuando lo encontraban en la aldea, sino que iban también a verlo en su choza y le hacían repetir todos los detalles del robo en el sitio en que había sido cometido.

No hacía ni cinco minutos que había entrado a la choza, pero aquel espacio de tiempo le pareció muy largo, y bien que no sabía que Silas podía estar vivo y volver de un momento a otro, se sintió presa de un temor indefinible al ponerse de pie con los sacos en las manos. Se apresuró a salir, a guarecerse en la obscuridad y pensar en seguida qué haría con las bolsas.