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Los sapos cantaban en los prados, el viento cuchicheaba en las ramas desnudas, que chocaban alegres, inclinándose, preñadas ya de las nuevas hojas; y Ana, apoyándose tranquila en el brazo fuerte del mejor amigo, olfateaba en el ambiente los anuncios inefables de la primavera. De esto hablaban ella y Frígilis.

Aquel rasgo gracioso de modestia levantó gran alborozo. ¡Ole por las mujeres simpáticas! ¡Todo el mundo á quererla! ¡La pura arropía!... Y sonaban las palmas, y chocaban los vasos y gritaban como energúmenos jaleando á la cantaora. Pero aquel entusiasmo se enfrió momentáneamente porque, Antonio, con uno de sus descompasados ademanes, echó á rodar una caña y la quebró.

Por largo tiempo duró este combate, tanto más cruel, cuanto era más proporcionado el empuje de una y otra parte, hasta que al fin observamos síntomas de confusión en nuestras filas; vimos que se quebraban aquellas compactas líneas, que retrocedían sin orden, que chocaban unos con otros los grupos de soldados.

Pero los cambios violentos de ambiente resucitan las personalidades dormidas que todos llevamos dentro, como recuerdo de nuestros antepasados, en torno de una personalidad central y despierta, que es la única que ha existido hasta entonces. El mundo estaba en guerra. Los hombres de media Europa chocaban con los de la otra media en los campos de batalla.

Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aún sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, cuando veían colores brillantes u oían truenos.

Los libros que guardaba en su casa, las cartas náuticas clavadas en las paredes, los frascos y bocales llenos de bestias y plantas de mar, y más que todo esto sus gustos, que chocaban con las costumbres de sus convecinos, le habían dado una reputación de sabio misterioso, un prestigio de brujo.

Descendían los murciélagos, y con sus alas hacían caer tierra de los agujeros del embovedado. Chillaban entre las columnas, como si revoloteasen en un bosque de piedra. En su ciego impulso, chocaban con las cuerdas de las lámparas o hacían bambolearse los capelos rojos con borlas polvorientas y deshilachadas que pendían a gran altura sobre las tumbas de los cardenales.

La música, apelotonada en un extremo del comedor, había cambiado de ritmo, y las parejas, así como iban entrando, giraban enlazadas siguiendo las caricias de un vals. Instintivamente se recogió Maud la cola del vestido, apoyó Ojeda un brazo en su talle, y experimentaron cierta sorpresa al verse entre los danzarines demasiado numerosos, que chocaban con rudos encuentros de codos y de grupas.

La señorita Nancy, decía, en efecto, descote, por escote, naguas por enaguas y haiga por haya, faltas que chocaban necesariamente a los oídos jóvenes que frecuentaban la buena sociedad de Lytherley. Estas hablaban lo mismo en la intimidad de la familia, pero pocas veces decían haiga delante de los extraños. La señorita Nancy, en verdad, nunca había visto más escuela que la de la maestra Tedman.

Las olas, amontonadas en torbellinos, pasaban silbando; las piedras del cauce, empujadas por las aguas, cambiaban lentamente de puesto como monstruos despertados de su sueño y chocaban entre produciendo un sordo ruido; árboles arrancados de raíz, se levantaban fuera del agua y se sumergían pesadamente rompiéndose las ramas contra las piedras arrastradas; las orillas temblaban sin cesar por los choques de los enormes proyectiles que el agua furiosa lanzaba contra ellas.