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Actualizado: 25 de septiembre de 2025
Sé que estoy condenada, pero yo le quiero a usted... ¡Te quiero! ¡te quiero más que a mi salvación!... Llévame adonde se te antoje, pero no me separes de ti... Déjame ser tu sierva... Déjame besar el suelo que pisas... Cayó de rodillas delante de su consejero, con el rostro entre las manos. Al través de sus dedos flacos se notaba el vivo carmín de que estaba cubierto.
Poco importa el vestido si se lleva el duelo en el corazón apuntó María Josefa, que en los cinco años trascurridos había aguzado prodigiosamente el filo, el contrafilo y la punta de su lengua. Las mejillas de Fernanda se tiñeron de carmín. Se avergonzó como si fuese un delito no sentir la pérdida de Granate. Luego, irritada por aquella hostilidad, estuvo a punto de mostrar violentamente su enojo.
Miedo no, porque no asustan más que los feos; pero no quisiera que nadie murmurase de mí... Don Quintín creyó ver que el rostro de la chicuela se cubría de pudoroso carmín. ¿Te gustaría más un joven, un mocito? No quiero nada con chiquilicuatros, que no tienen pizca de formalidad. ¿Prefieres hombres serios..., por ejemplo, yo? Sí; pero usted no es para mí. La mujer debe buscar uno de su igual.
La sonrisa del conde era tan penetrante que se tiñeron de carmín las mejillas del señorito Octavio. Precisamente un campeón, no, señor... Es hombre que piensa de cierto modo... Como tiene un carácter muy abierto, se expresa siempre con calor... Esto le perjudica... De ningún modo.
-Con ese conjuro -respondió la dueña-, no puedo dejar de responder a lo que se me pregunta con toda verdad. ¿Vee vuesa merced, señor don Quijote, la hermosura de mi señora la duquesa, aquella tez de rostro, que no parece sino de una espada acicalada y tersa, aquellas dos mejillas de leche y de carmín, que en la una tiene el sol y en la otra la luna, y aquella gallardía con que va pisando y aun despreciando el suelo, que no parece sino que va derramando salud donde pasa?
Y no necesitó más darse colorete a las mejillas, porque ellas recuperaron su natural carmín. Al verla por fin tranquila y alegre, el rey su padre le dijo un día: Cristela, ya tienes edad de casarte y debes elegir un marido sin tardanza. Recuerda que eres mi única hija y que yo soy un anciano.
Lluvias de estrellas, kaleidoscópicas auroras, extrañas floraciones, embargaban mi mente de continuo; a veces, sobre un mar fosforecente veía yo navegar hacia mí un galeón de oro con velamen de carmín y grana, mientras indescriptible armonía sonaba en mis oídos. Y a medida, repito, que aquellas visiones eran más hermosas, más agudo era el dolor que atormentaba mi cerebro.
Era ninfa de apoteosis zarzuelesca, profanada por el carmín barato, los polvos de arroz y el arrebol; aprisionadas las formas en lascivas mallas; pero en su rostro no se dibujaba la sonrisa forzadamente sensual de la comiquilla aventurera. No estaba provocativa y desapudorada, sino bellísima y muy seria.
A la malhumorada fugitiva, esta escena la afectó muy desagradablemente y la conclusión hizo que sus mejillas se tiñeran de carmín.
Un ligero carmín lo coloreó; la sangre y la vida circulaban por sus venas... Y, entretanto, sentíase bañado por mis lágrimas, y percibía los latidos de mi corazón, que, a mi pesar, le ponían de manifiesto mi alarma y mi amor. »¡Angel del cielo! exclamó. ¡Eres tú quien me llama y quien busca mi alma!
Palabra del Dia
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