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Actualizado: 24 de mayo de 2025
El Ferrer, con sus pretensiones de artista, sólo trabajaba cuando tenía que reparar una escopeta, transformar un viejo trabuco de chispa en arma de pistón, o fabricar aquellas pistolas con adornos de plata que admiraban al Capellanet. Deseaba éste verle preferido por su hermana; que el verro entrase en su familia con sus asombrosas habilidades.
Pasó el Capellanet en la torre una parte de la tarde, hablando de los enemigos supuestos de don Jaime, que ya consideraba como suyos, ocultando su cuchillo para volver a sacarlo, como si necesitase contemplar su imagen desfigurada en la bruñida hoja, soñando en tremendos combates que terminaban siempre con la fuga o muerte de los adversarios, salvando él caballerescamente al acorralado don Jaime.
Y al decir esto pavoneábase, resumiendo en su persona toda la ayuda poderosa con que podía contar don Jaime en momentos de peligro. El Capellanet quiso sacar provecho de este suceso, aconsejando al señor la conveniencia de llevarle a vivir en la torre. Si él se lo pedía al siñó Pep, éste no era capaz de negarle tal favor.
El Capellanet regocijábase pensando en los mozos arrogantes que iba a conocer. Todos le tratarían como un compañero, por ser hermano de la novia; pero de estas futuras amistades la que más le halagaba era la de Pere, apodado el Ferrer por su oficio de herrero, un hombre cercano a los treinta años, del que se hablaba mucho en la parroquia de San José. El muchacho lo admiraba como gran artista.
Indudablemente, como creía el capitán Pablo, este viaje era para encontrar un yerno lejos de las preocupaciones que perseguían en la isla a los de su raza. Al cerrar la noche llegó el Capellanet llevando la cesta de la cena.
Se impacientó Jaime ante el aire misterioso y las palabras confusas del muchacho. ¡Para qué tapujos!... ¡Habla! El Capellanet expuso al fin sus sospechas. Ya podía el herrero hacer lo que quisiera contra don Jaime: podía esperarle emboscado en los tamariscos al pie de la torre y matarlo de un tiro.
Luego, Margalida, súbitamente tranquilizada por las palabras de su hermano, había callado, quedando inmóvil en el lecho; pero durante toda la noche oyó el Capellanet suspiros de angustia y un ligero murmullo, como si debajo del embozo una voz queda murmurase palabras y palabras con incansable monotonía. También la joven había estado rezando.
Un gesto expresivo del Capellanet ayudó a su memoria. Un verro es un hombre cuyo valor no necesita probarse, pues tiene pudriendo tierra uno o varios ejemplos de la dureza de su mano o de lo certero de su puntería. Pepet, para que los suyos no quedasen por debajo del Ferrer, volvió a recordar a su abuelo. También había sido verro, pero los antiguos sabían hacer mejor las cosas.
Estos personajes omnipotentes, tras un descanso en Can Mallorquí, habían subido a la torre, mirándolo todo, escudriñándolo todo, corriendo el terreno como si quisieran tomar medidas, obligándole a él, ¡al Capellanet!, a que se tendiese en el sitio en que habían encontrado a don Jaime, adoptando su misma postura.
El padre fumaba su pipa de tabaco de pota; la madre, en un rincón, tejía cestos de junco; el Capellanet asomábase fuera de la casa, bajo el amplio porche, en el cual iban reuniéndose silenciosos los atlots cortejadores. Los había que estaban allí desde una hora antes, por ser vecinos; los había que llegaban polvorientos o manchados de barro, después de caminar dos leguas.
Palabra del Dia
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