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La reparaba año tras año, no quedando en ella ni una astilla de su primitiva construcción. Pescaron al abrigo de las rocas hasta media tarde. Al volver a la torre, Febrer vio al Capellanet que corría por la playa agitando en lo alto una cosa blanca.

Miró el sello; luego miró la letra del sobre... La conocía; despertaba en su memoria la misma impresión de un rostro amigo al que no podemos asociar un nombre. ¿De quién era?... El Capellanet, mientras tanto, daba explicaciones sobre este gran suceso. La carta la había traído el peatón a media mañana. Era del vapor-correo de Palma, llegado a Ibiza en la noche anterior.

El Capellanet, que había escuchado estos relatos, sentía por el verro un respeto admirativo. Describía las particularidades de su persona con la prolijidad del que se siente enamorado de un héroe. No era alto ni fuerte como el señor; pero era ágil, nadie le ganaba en el baile, y podía danzar horas enteras, hasta rendir a todas las muchachas de la parroquia.

El Capellanet enseñó los nítidos dientes en la obscuridad de su cara bronceada. Sonrió el pillete, satisfecho de esta inocente complicidad, y quiso aprovecharse de ella, hablando al señor con atrevida confianza. ¿De veras que pediría para él, al siñó Pep, el cuchillo del abuelo? ¡Ay, el gabinet del güelo! Estaba siempre presente en su memoria.

El perro de Can Mallorquí, excitado por los disparos, ladraba lúgubremente. A lo lejos, otros perros le contestaban. El aullido del hombre se alejó, con incesantes repeticiones, cada vez más remoto, más débil, hundiéndose en el misterio azul de la noche. Apenas rompió el día, el Capellanet se presentó en la torre. Lo había oído todo.

El siñó Pep, tan absoluto en sus ideas, deteníase antes de tomar una resolución, rascándose la frente con gesto de duda mientras decía en voz baja: «Esto habrá que consultarlo con la atlota». El mismo Capellanet, que había heredado la terquedad paternal, desistía fácilmente de sus intentos de protesta con sólo una palabra de la hermana, una insinuación de su boca sonriente, de su voz dulce.

Eran enseñanzas oídas a graves varones que habían pasado meses enteros tras un ribazo o al abrigo de un tronco, con la culata junto a la mejilla y el ojo en el extremo del cañón, desde la puesta del sol hasta la aurora, aguardando a un antiguo amigo. No; al Capellanet no le gustaba esta puerta con su escalera al aire libre.

El día siguiente lo pasó por entero en el mar con el tío Ventolera. De vuelta a su vivienda encontró fría sobre la mesa la cena que le había traído el Capellanet. Unas cruces y el propio nombre de Febrer grabados en el muro a punta de acero le revelaron la visita del atlot. El seminarista no podía permanecer quieto teniendo un cuchillo al alcance de su mano.

Usted no va a cultivar los campos, usted se llevará a Margalida, y el viejo, no teniendo a quién dejar Can Mallorquí, me permitirá que sea labrador, que me case, y ¡adiós capellanía!... Le digo a usted, don Jaime, que usted se la lleva. Aquí estoy yo, el Capellanet, para pelearme con media isla en su defensa.

Febrer reconoció a la mujer. Era la tía del herrero, la tuerta de que le había hablado el Capellanet, la única compañera del Ferrer en su bravia soledad.