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Actualizado: 24 de junio de 2025


El Capellanet también adoraba a aquel señorón de Mallorca desde que le vio reír al enterarse de que pensaban hacerlo cura. Pep y su mujer le seguían como perros obedientes y sumisos. Varias tardes hablaron Pablo y el enfermo de los sucesos pasados. El capitán era hombre rápido en sus decisiones. Ya sabes que no me canso cuando se trata de un amigo. Al desembarcar en Ibiza vi al juez.

Esto de la paternidad y del respeto filial eran para el Capellanet en aquellos momentos invenciones de cobardes, creadas únicamente para fastidiar y envilecer a los hombres de corazón.

El orgullo de vecindario arrastró al Capellanet a participar momentáneamente de las opiniones de los otros, pero pronto renacieron su gratitud y su afecto a Febrer. No importa.

Cuando Febrer, media hora después, apaciguado ya el tumulto, volvía a su torre, detúvose varias veces en el camino, con el revólver en la diestra, como si esperase a alguien. ¡Nadie! A la mañana siguiente, apenas salido el sol, corrió el Capellanet en busca de don Jaime, revelando en su gesto al entrar en la torre la importancia de las noticias de que era portador.

Seguramente el verro pretendería inducirle a salir a la obscuridad con gritos de reto, con auquidos de desafío. Aunque le aúquen durante la noche, usted quieto, don Jaime. Yo conozco eso continuó el Capellanet con la importancia de un verro endurecido . Le gritará desde fuera, oculto en la maleza, con el arma preparada, y si sale, antes de que pueda verle le matará de un pistoletazo.

De pronto, el Capellanet saltó al medio de la plaza tremolando su sombrero... «Pero ¿es que iban a pasar la tarde oyendo la flauta sin bailarCorrió al grupo de atlotas y agarró por las manos a la más grande, tirando de ella. «¡!...» Esto bastaba para la invitación. Cuanto más rudo era el manotazo, más cariñoso parecía y digno de agradecimiento.

Y por puro desahogo, por ir habituando la mano y dar una muestra de su futura cólera, le largó unas cuantas bofetadas y puntapiés, cobrándose de esta forma el disgusto sufrido tiempo antes al verle llegar fugitivo de Ibiza. El Capellanet, encogido y paciente por la costumbre, se refugió en un rincón detrás del muro de zagalejos y faldas que oponía la llorosa madre a la furia de Pep.

En aquel cerebro yermo y duro, cuando llegaba a retoñar una idea, echaba raíces tan hondas, que no había huracán ni cataclismo que la arrancase. Pepet sería cura y correría mundo. Margalida la guardaba para un labrador que agrandase las tierras de Can Mallorquí al heredarlas. El Capellanet inquietábase al pensar en quién podría ser el favorecido por Margalida.

El Capellanet pareció compadecerse de la simpleza del señor. «¡Mucho ojo, don Jaime!

El tamborilero, con su redondo instrumento acostado en una rodilla, golpeaba el parche cadenciosamente, mientras su compañero soplaba en la larga flauta de madera, adornada con tallas de primitiva rudeza hechas a cuchillo. El Capellanet repicaba las castañolas, enormes como las conchas que cogía en la playa el tío Ventolera.

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