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Actualizado: 24 de junio de 2025


Cuando el payés se levantó para marcharse, Febrer, que estaba junto a la puerta, distinguió cerca de la alquería al Capellanet, y esto trajo a su memoria el deseo del muchacho. Si a Pep no le molestaba su petición, podía dejar al atlot para que le acompañase en la torre. Pero el padre acogió su ruego ásperamente. No, don Jaime. Si necesitaba compañía, allí estaba él, que era un hombre.

El Capellanet envidiaba a don Jaime. ¡No tener él un enemigo que viniera a aucarlo allí durante la noche!... Mientras el Ferrer aullase emboscado, con la vista fija en la escalera, él descendería por la ventana, a espaldas de la torre, y dando la vuelta silenciosamente, cazaría al cazador. ¡Qué golpe!... Reía con salvaje complacencia, y en sus labios de rojo obscuro parecía despertar temblona la ferocidad de los gloriosos abuelos, que habían considerado la caza del hombre como el más noble de los ejercicios.

El noviazgo quedaba suspendido: ya no admitía cortejos ni visitas. ¡Y en cuanto al Capellanet!... Este mal hijo, desobediente y revoltoso, tenía la culpa de todo.

Es verdad dijo Jaime, realmente avergonzado de su olvido. El Capellanet, que saboreaba orgulloso el éxito de estos consejos, tuvo un sobresalto al mirar por el hueco de la puerta. ¡El pare!... Pep subía la cuesta lentamente, con los brazos atrás y el aspecto meditabundo. El muchacho se alarmó al verle. Indudablemente, venía malhumorado por las recientes noticias: no le convenía encontrarse con él.

Llevaba pantalones. Era su hermano Pepet... Pepet, que vivía en Ibiza desde un mes antes, preparándose para seminarista, y al que la gente había dado por esto el apodo de el Capellanet. ¡Bon día tengui!... Pepet extendió una servilleta en un lado de la mesa y puso sobre ella dos platos tapados y una botella de vino de parra que tenía el color y la transparencia del rubí.

Lo afirmaba el Capellanet, que por sus aficiones belicosas tenía algo de jurisconsulto. «Defensa propia, don Jaime...» En la isla sólo se hablaba de este suceso. En los cafés y casinos de la ciudad todos le daban la razón. Hasta habían escrito a Palma relatando el hecho para que lo publicasen los diarios. A estas horas sus amigos de Mallorca estarían enterados de todo.

Margalida se refugió al lado de su madre, y el Capellanet creyó llegado el momento de sacar su cuchillo. El padre, con la autoridad de los años, se impuso a todos: ¡Fora!... ¡fora! Todos obedecieron, saliendo fuera de la alquería, para detenerse en pleno campo. Febrer salió también, a pesar de la resistencia de Pep. Los atlots parecían divididos, discutiendo acaloradamente.

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