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Actualizado: 10 de julio de 2025
Después, con caras de malhumor, fueron saliendo a la explanada los viñadores, obligados a permanecer en Marchamalo para asistir a la fiesta. El cielo se azuleaba sin la más leve mancha de nubes. En el límite del horizonte una faja de escarlata anunciaba la salida del sol. ¡Buen día nos dé Dios, cabayeros! dijo el capataz a los jornaleros.
Además, Salvatierra le había dado cartas para los amigos que tenía en Londres, todos polacos, rusos e italianos, refugiados allí porque en su tierra les querían mal; personajes que eran considerados por el capataz como seres poderosos cuya protección envolvería a su hijo mientras viviese.
María de la Luz, para animarle, sacaba del fondo de un armario alguna botella de las que se dejaban los señoritos cuando iban a la viña, y el capataz miraba con ojos llorosos el líquido dorado de la copa. Pero al llenar ésta por tercera o cuarta vez, su tristeza tomaba un acento de dulce resignación: ¡Lo que somos! Hoy tú... mañana yo.
El que muere en estas ejecuciones del capataz no deja derecho a ningún reclamo, considerándose legítima la autoridad que lo ha asesinado.
La herramienta era suya: una azada de nueve libras de peso, que habían de manejar con ligereza, como si fuese un junco, de sol a sol, sin más descanso que una hora para el almuerzo; otra para la comida, y los minutos que les concedía el capataz con su voz de mando para que echasen cigarro. Nueve libras, padre añadía el señor Fermín.
El señor Fermín salió apresuradamente de la capilla e hizo arrastrar hasta la puerta varios serones que el día anterior habían traído de Jerez. Estaban llenos de cirios, y el capataz fue distribuyéndolos entre los viñadores. Bajo la luz esplendorosa del sol comenzaron a brillar, como pinceladas rojas y opacas, las llamas de la cera.
Miraba a todos con insolente superioridad, como si las cicatrices del amigote fuesen una declaración de su propio valor, y vivía feliz creyendo que en todo Jerez no había quien le disputase su guapeza con los hombres y su buena fortuna con las mujeres. Cuando el capataz de Marchamalo le habló en favor de Rafael, el señorito lo admitió inmediatamente.
Además, el señor Fermín se sentía ligado por todo el resto de su existencia a la familia Dupont. Había visto a don Pablo en pañales, y aunque le trataba con el respeto que imponía su carácter imperioso, era siempre para él un niño, acogiendo con bondad paternal todas sus rarezas. El capataz había tenido en su vida un período de dura miseria.
Con este motivo no debo ocultar á V. E. que contemplo conveniente que dicho Gobernador no sepa otras cosas que las precisas: porque, aunque no puedo justificar, ni es de presumir que tenga correspondencia ilicita con los Portugueses, lo positivo es, que en repetidas ocasiones ha recibido de ellos muchos regalos de excesivo precio, y que á los que han llegado á nuestra Villa de la Concepcion los ha obsequiado con esmero imponderable personalmente: y lo mismo se hace por el Comandante, y por un Portugues que D. Juan Lorenzo Gaona, secretario y familiar del Gobernador, tiene, segun dicen, de capataz en sus beneficios y comercios en dicha villa; de donde cada cuatro meses llevan los Portugueses sus embarcaciones cargadas, segun he oido.
Media hora después llegó frente á la casa un capataz de los que Pirovani tenía á su servicio y al que confiaba siempre las misiones difíciles. Era un chileno avispado y muy ágil para salir de apuros, al que sus compatriotas apodaban el Fraile por haber sido sus maestros los dominicos de Valparaíso.
Palabra del Dia
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