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Actualizado: 10 de julio de 2025
Es el capataz un caudillo, como en Asia el jefe de la caravana; necesítase para este destino una voluntad de hierro, un carácter arrojado hasta la temeridad, para contener la audacia y turbulencia de los filibusteros de tierra, que ha de gobernar y dominar él solo en el desamparo del desierto.
Y el capataz habló a su hijo de la gran reunión que los trabajadores iban a celebrar el día siguiente en los llanos de Caulina. Nadie sabía quién daba las órdenes, pero el llamamiento había circulado de boca en boca por el campo y la sierra, y se juntarían miles y miles de hombres, viniendo hasta de los límites de la provincia de Málaga, todos los que ganaban el jornal en la campiña jerezana.
Ferminillo marchó a Londres, y al escribir, de vez en cuando, mostrábase satisfecho de su vida. El capataz auguraba a su hijo un brillante porvenir. Vendría de allá sabiendo más que todos los señores que plumeaban en el escritorio de Dupont.
El señor Fermín estaba absorto contemplando las manos de Pacorro el Águila, con admiración de guitarrista. Nadie había visto en su retirada a María de la Luz. Dupont entró en la casa de los lagares, andando quedamente, empujando las puertas con una suavidad felina sin saber por qué. Registró las habitaciones del capataz: nadie.
Cantaba María de la Luz, cantaba el señorito, y hasta el cejijunto Chivo, obedeciendo a su patrón, soltaba el chorro de su voz fiera, entonando broncos recuerdos a la reja de la carse y a las puñalás caballerescas por defender a la madre o a la mujer amada. ¡Olé, grasioso! gritaba el capataz, irónicamente, a aquel figurón patibulario.
A pesar de sus ofrecimientos de tratarnos lo mismo que a los demás obreros, el capataz se aprovechaba de nuestra cualidad de indocumentados y presuntos convictos para explotarnos. Yo comprendía que no había manera de librarse de esta explotación. Allen se defendía por ser irlandés; pero Ugarte, que no tenía esta preeminencia, se desesperaba y me molestaba continuamente.
El Milord había sido capataz de las minas de una compañía inglesa, logrando interesar al ingeniero director en fuerza de excederse en la vigilancia del trabajo y no dejar descanso á los peones de sol á sol. La protección del jefe lo elevó á contratista, colocándole en el camino de la riqueza, y, no sabiendo cómo mostrar su gratitud al inglés, había abrazado el protestantismo.
El viejo capataz, enardecido por la voz de María de la Luz, parecía olvidar que era su hija, y soltaba la guitarra para echarla su sombrero a los pies. ¡Olé mi niña! ¡Viva su pico de oro, la mare que la crió... y el pare también!
De vez en cuando, María de la Luz abandonaba la cocina para correr a la puerta de la iglesia y oír un cachito de misa. Empinándose sobre las puntas de los pies, pasaba su vista por encima de todas las cabezas para fijarse en Rafael, que estaba al lado del capataz, en las gradas que conducían al altar, como una barrera entre el señorío y la pobre gente.
Apenas si con una ligera reparación se había fortalecido este cuerpo de edificio, bajo y con arcadas, en el que estaban las habitaciones del capataz y el dormitorio de los viñadores, espacioso y desabrigado, con un fogaril que ennegrecía de humo las paredes.
Palabra del Dia
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