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Algunos olivos que sólo contaban trescientos ó cuatrocientos años se erguían con una arrogancia de juventud, frondosos y exuberantes, tendiendo sobre el suelo su sombra ligera, inquieta, casi diáfana, una sombra de cristal empolvado que cambiaba de sitio según el capricho del viento.

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Su amigo de la comisaría hablaba del buque como si éste fuese un organismo viviente y nervioso, sujeto a las influencias exteriores. Cambiaba de carácter en todos los viajes, según las gentes que llevaba en sus entrañas.

Parecía que las montañas del contorno habían triplicado su altura, y la unidad de color de todas ellas con la redondez de formas que les daba la acumulación de la nieve sobre sus naturales y bruscas asperezas, cambiaba a mis ojos todos los términos y todas las líneas del panorama que tan conocido me era.

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