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Y ahora será preciso que la Hawkins nos esplique por qué no tiene las facciones de Juana Baud, sino las de una persona que se supone haber sido muerta hace dos años, precisamente en el momento en que Juana Baud se alejaba de Inglaterra, cambiaba de nombre, se ocultaba de todos los que pudieran conocerla y se creaba una personalidad enteramente nueva. ¿Comprende usted ahora, Marenval?

Todas las mañanas, al despertar, sufría un rudo choque en sus gustos. Lo primero que contemplaba era una habitación «sin personalidad», una vivienda que nada tenía de él, arreglada por las sirvientas con limpieza prolija y falta de lógica, que cambiaba incesantemente el emplazamiento de las cosas.

La puerta se abrió y la doncella nos recibió en un saloncillo que precedía al cuarto de vestirse de Jenny. Por la puerta entreabierta venía hasta nosotros una viva luz, un olor de agua de tocador y un susurro de palabras. De pronto se oyó una vocalización; era que la cantante ensayaba, sin cuidarse de nuestra presencia, mientras cambiaba de traje.

Desde aquel día, perdida ya la cortedad, preguntaba a menudo por ella; gustaba de mentarla en la conversación, sin que le hiciese desistir de ello el tono seco con que Cecilia le respondía, y la prisa con que cambiaba de tema. Lo que don Rosendo temía, por las cartas que de Ocaña le enviaban, llegó al fin.

Pasaban solas las mujeres por el centro del arroyo, el devocionario en la mano, la mantilla caída sobre los ojos y la falda agarrada y bien ceñida, de modo que al andar se marcasen los tesoros dorsales, su esbeltez maciza de hembras fuertes y, bien proporcionadas. Aresti fijábase en la separación del hombre y la mujer que se notaba en las calles. Bilbao no cambiaba: cada sexo por su sitio.

Llegó a regentar una imprenta en la que se tiraban varios periódicos que nadie leía; pero los sábados, apenas terminado su trabajo, cambiaba de traje y corría a Tetuán, adonde estaban sus aficiones, dedicándose a la caza con los dañadores de más fama, como si tirase de él una influencia ancestral, una herencia de sus antepasados.

Cada vez que los preciosos anteojos de piel de Rusia apuntaban a una, la muchacha sufría un leve estremecimiento: cambiaba de postura, llevaba la mano un poco trémula al pelo para arreglarlo, sonreía a su mamá o a su hermana sin razón alguna, se ponía seria de nuevo, y fijaba con insistencia y decisión sus ojos en la escena.

Rompió toda clase de relaciones, dejó de ver a su hermana, a su tía, a Bou, a Gaitica, y con quien únicamente cambiaba alguna palabra era con Modesto Rico, que vivía con él y estaba casi siempre embriagado. Las noches siguientes las pasó también sin dormir.

Rompió la fotografía; pero luego fué juntando los fragmentos, y acabó por guardarlos entre los papeles. Su cólera cambiaba de objetivo. Freya, en realidad, no era la principal culpable de la muerte de Esteban.

El coro respondía siempre con el mismo monotono rumor percibiéndose sobre él las notas gangosas de la voz de D.ª Rosa. Cuando llegaba la letanía, aquel rumor monotono cambiaba, se trasformaba en otro diverso, más breve, en el cual la ese final del ora pro nobis se prolongaba con un silbido dulce que provocaba en Laura cierta soñolencia lánguida que la hacía feliz por unos instantes.