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Mi cabeza era un volcán: todo lo oía, todo lo interpretaba y mi cuerpo se debilitaba en aquellas horas de agitación y de fiebre. ¡Buenos Aires entero, con sus calles y sus plazas y su movimiento de hormiguero, bullía en mi imaginación calenturienta!

Doña Clara no palideció ni tembló; pero sus ojos inmóviles, incontrastables, absorbieron toda entera la mirada calenturienta del bufón, con toda la expresión funesta de odio, de desesperación, de horrible alegría. ¿Qué decís? dijo marcando fuertemente su pregunta doña Clara. Digo que sois viuda.

Dios me lo perdone... es horrible lo que voy a decir, pero lo siento aquí en el centro del pecho, me arde aquí, en la frente calenturienta; yo por él daría hasta la salvación de mi alma. ¡Jesús, María y José! interrumpió Antoñona. ¡Es cierto; Virgen santa de los Dolores, perdonadme, perdonadme... estoy loca... no lo que digo y blasfemo!

El cosquilleo le molestaba mucho y también la visión calenturienta de millares de puntos luminosos o de tenues rayos metálicos, movibles, fugaces, imágenes de los malditos y nunca bien execrados pelos que conservaba la enferma retina.

¡Cuántas veces al adormecerme bajo la media luz de la habitación, parecíame ver moverse la figura misántropa de Guy Mannering, y de espanto al verla salir del marco, encogíame todo en el lecho, tapábame hasta la cabeza y cerraba los ojos para no ver la escena fantástica que fraguaba contra mismo la imaginación calenturienta del niño.

Dejó la visita a Pilar más impaciente, más calenturienta, más excitada que nunca. Pilar se consumía; a toda costa quería salir de Vichy, volar, romper el opaco capullo de la enfermedad y presentarse de nuevo, brillante mariposa, en los círculos mundanos. Creía de buena fe poder hacerlo y contaba con sus fuerzas. No menos que ella se impacientaban otras dos personas: Miranda y Perico.

Se le había ocurrido aquella tremenda traza de mortificación propia en la novena de los Dolores, oyendo el Stabat Mater de Rossini, figurándose con calenturienta fantasía la escena del Calvario, viendo a María a los pies de su hijo, dum pendebat filius, como decía la letra.

Y la mano del bufón estrechaba ardiente y calenturienta la mano de Dorotea, y sus ojos cruzados, encendidos, extraviados, se fijaban en ella con una ansia dolorosa, y en su boca entreabierta, por la que salía una respiración ronca, asomaba ligera espuma blanca. La joven se aterró al ver el aspecto del bufón, y quiso desasirse.