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Actualizado: 20 de junio de 2025
Más de un momento de melancolía debo al caño desolado, que parece murmurar una queja constante; es algo como el rumor del aire en los meandros de un caracol aplicado al oído. Aunque de poca profundidad, el caño basta para dificultar en extremo el uso de los carruajes en las calles de Bogotá.
Era de tamaño natural, huérfano en absoluto de valor artístico, pero les parecía notabilísimo, y sobre todo, muy propio: el marido aseguraba que era talla de Alonso Cano; la mujer se lo atribuía a Juan Sebastián El Cano, y ambos creían recordar que un inglés pretendió comprárselo a peso de oro a la tía de quien lo heredaron.
Madrid a 18 de Mayo de 1648. El Embajador de España en Venecia al Rey. Venecia y Abril a 24 de 1649. El Marqués de la Fuente. Declaración de Alonso Cano en la información hecha por el Consejo de las Órdenes sobre concesión a Velázquez del hábito de Santiago. Testigo 84.
Vienes a visitarme, ¡qué amable! pues, haremos los honores, como corresponde... Esta es mí casa: ¿ves ese caño maestro? ahí tengo el dormitorio; bien tapado por un extremo, echo el poncho y duermo dentro muy abrigado y a gusto; el otro, más pequeño, me sirve de despensa... mi lavabo está enfrente: el río, con agua limpita y fresca... y nada más, no necesito más... hasta chimenea tengo: el sol, de día, y de noche no me faltan ramas secas para hacer una hoguera.
¡Pido la palabra! dijo, saliendo á primera fila, un hombre muy entrado en años, cano de greña, enjuto y ahumado de carnes y ronquillo de voz. Hable Garabiel Pernías díjole el alcalde.
Esta volvía la espalda para no ver el redondel: tal vez le tenía lástima, tal vez estaba avergonzada de sus condescendencias en el pasado. Otra vez se arrojó a matar, y muy pocos pudieron ver lo que hacía, pues le ocultaban las capas abiertas incesantemente en torno de él... Cayó el toro, arrojando por la boca un caño de sangre.
A mí me llaman Felipe; pero si algún día me busca usted, pregunte por Castelar, pues así me conocen, porque me gusta hablar con las personas y en la taberna soy el único que puede leer el periódico a los compañeros. Ese muchacho que pasa con el cesto de pescado es Chispas, a su patrón le llaman El Cano, y así estamos bautizados todos.
Al través de las vidrieras de Barbacana penetraba, junto con el sonido de los hórridos instrumentos y descompasada gritería, vaho vinoso, el olor tabernario de aquella patulea, ebria de algo más que del triunfo. El arcipreste se enderezaba los espejuelos; su rostro congestionado revelaba inquietud. El cura de Boán fruncía el cano entrecejo. Don Eugenio se inclinaba a echarlo todo a broma.
Sólo tres obras de arte adornaban la estancia: una admirable copia del Cristo de Velázquez; otra de la Dolorosa de Tiziano, y ante uno de los balcones, destacando sobre el claror del hueco, una escultura fiel reproducción del San Francisco de Alonso Cano. Cuanto allí había acusaba extraña mezcla de elegancia y piedad.
Los caserones solariegos están abandonados; las iglesias se han venido a tierra, y las fuentes, en esta decadencia abrumadora, se han cegado y han desaparecido... El viejo llena sus cántaros en el menguado caño. ¿A cómo venden ustedes el agua? le pregunto. A patacón la carga me contesta. A diez céntimos dice otro viejo.
Palabra del Dia
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