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Actualizado: 28 de mayo de 2025
Hasta dónde puede esto influir en el espíritu de un pueblo ocupado de estas ideas durante dos siglos, no puede decirse; pero algo debe influir, porque ya lo véis: el habitante de Córdoba tiende los ojos en torno suyo y no ve el espacio; el horizonte está a cuatro cuadras de la plaza; sale por las tardes a pasearse, y en lugar de ir y venir por una calle de álamos, espaciosa y larga como la cañada de Santiago, que ensancha el ánimo y lo vivifica, da vueltas en torno de un lago artificial de agua sin movimiento, sin vida, en cuyo centro está un cenador de formas majestuosas, pero inmóvil, estacionario.
En vez de seguir la cañada de las minas para subir por la escalera de palo, se apartó de la hondonada por el regato que hay junto al plano inclinado, con objeto de subir a las praderas y marchar después derecha y por camino llano a Aldeacorba. Este camino era más bonito y por eso lo prefería casi siempre.
El sol de Junio alumbraba y quemaba en la plaza a unos cuantos niños medio desnudos que jugaban arrastrándose por el suelo. Andrés la atravesó lentamente, como quien marcha a la ventura, y fue a salir por el extremo opuesto de la aldea. Allí se abría una cañada que iba a la montaña, por donde bajaba un arroyo tributario del río de las Brañas.
Se continuó la marcha á la hora acostumbrada, y al fin del segundo rumbo se demarcó la Isla del Tigre al S 35° E, distante tres cuartos de legua. A los 18 minutos del tercer rumbo, se demarco al S 15° O una laguna ó cañada pantanosa, larga una milla.
Este se corta repentinamente junto a una pendiente brusca, inundada de luz, deslumbradora y ardorosa. Hay allí una cañada muy honda, cuya pendiente es muy rápida; penetra por un lado en la oscuridad del bosque y continúa por la otra parte entre los campos cultivados y la hermosa pradera.
Remontó después la cañada, y pasó por delante de la cabaña silbando aún con significativo descuido. Sentose junto a un enorme palo campeche y volvió sobre sus pasos y otra vez pasó por la cabaña. Al llegar allí, encendió pausadamente su pipa, y en un momento de franca resolución llamó a la puerta. Edmundo la abrió. ¿Cómo va? dijo León, mirando por encima de Edmundo, hacia la caja de velas.
Los tiradores negros del centro de África enseñaban sus dientes de marfileña sonrisa á los gigantes bronceados, con grueso turbante blanco, procedentes de la India. El cazador de las llanuras glaciales del Canadá fraternizaba con los voluntarios de Australia y Nueva Zelandia. El cataclismo de la guerra mundial había arrastrado los hombres de los antípodas hasta este rincón dormido de la Grecia.
Claro que los muchachos que se habían reunido en la cañada para presenciar el tiroteo se indignaron, y su indignación se hubiera manifestado por medio del sarcasmo, a no ser una cierta mirada en los ojos del socio de Tennessee, que indicaban una actitud muy poco favorable al holgorio.
Era una cañada entre dos lomas bajas coronadas de arbustos y con algunos ejemplares muy lucidos del árbol que le daba nombre. El cauce de un torrente seco dejaba ver su fondo de piedra blanquecina en medio de la cañada; un pájaro, que a la niña se le antojó ruiseñor, cantaba escondido en los arbustos de la loma de poniente. Ana se sentó sobre una piedra cerca del cauce seco.
No deja de ser buen parage la inmediacion de la cañada
Palabra del Dia
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