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Actualizado: 5 de julio de 2025
El sol, apareciendo sobre la cumbre de una montañuela cercana, disipaba la bruma matutina, que descendía al valle en jirones de encaje gris, y, brillando en un espacio azul clarísimo, alumbraba con luz naciente, fresca y suave.
Todo lo que sabemos es que la Ligera, llena de tropas para Crimea, había zarpado de Tolón la víspera por la tarde, con mal tiempo. De noche todavía, empezó a arreciar el temporal. Viento, lluvia, mar alborotado como nunca. Por la mañana amainó un poco el viento, pero el mar continuaba tan fiero; y a todo esto, una maldita bruma del demonio, que no permitía distinguir un fanal a cuatro pasos.
No se veía mas que la entrada de un río entre la niebla espesísima. En medio de la bruma de un cielo polar se destacaban promontorios avanzados, grises, sin vegetación, y hacia tierra pantanos negros, por encima de cuyas aguas inmóviles volaban nubes de pájaros. Todavía seguía el crepúsculo cuando nos acercamos al pontón.
Por el boquete podía descubrirse una vista espléndida; parecía un verdadero cuadro recortado por la roca, un cuadro inmenso abarcando todo el valle del Rin, y del otro lado, las montañas, que se perdían en la bruma. Respirábase un vientecillo fresco, y el fuego que danzaba en aquel nido de búhos era agradable de ver con sus tonos rojos, después que los ojos habían recorrido la extensión azulada.
Y no pudo dar explicaciones más claras sobre qué es lo que Dios manda, pues se presentó doña Zobeida, que, terminados sus quehaceres, iba por la cubierta en busca de «la buena señorita». Corrió la gente hacia el balconaje de proa, como si la atrajese una gran novedad. El buque se movía otra vez; iba avanzando lentamente. Persistía la bruma, pero era menos densa.
Ibamos a la altura de San Vicente, a la anochecida, cuando un crucero inglés nos hizo señas de que nos detuviéramos, y nos lanzó, por primera providencia, una andanada. El capitán consultó con el teniente y con el contramaestre. Había bastante viento. Se podía escapar bien. La bruma se nos echaba encima. Después de la conferencia, el capitán mandó poner el barco al pairo.
Lejos, en la bruma que cerraba el horizonte, corrían como ovejas asustadas las barcas pescadoras, con la vela casi recogida y negruzca por el agua, sosteniendo una lucha de terribles saltos, enseñando la quilla en cada cabriola, antes de doblar la punta del puerto, amontonamiento de peñascos rojos barnizados por las olas, entre los cuales hervía una espuma amarillenta, bilis del irritado mar.
La bruma, el humo, el mismo aturdimiento de nuestras cabezas, nos impedía distinguir si eran españoles o enemigos; y cuando la luz de un fogonazo lejano iluminaba a trechos aquel panorama temeroso, notábamos que aún seguía la lucha con encarnizamiento entre grupos de navíos aislados; que otros corrían sin concierto ni rumbo, llevados por el temporal, y que alguno de los nuestros era remolcado por otro inglés en dirección al Sur.
Mira: la noche llega, un planeta dorado allá su luz desplega, la bruma de los valles se extiende por doquier; apenas por la sombra cruza algun peregrino, todo busca reposo; del árbol del camino el viento de la tarde hace el polvo caer.
No me dejó hasta la puerta y me prometió enterarse de todo, «porque sacar algo de mí estaba visto que era imposible». Tomé, al fin, el camino de la calle de Argote de Molina. Según me acercaba a ella, se iba desvaneciendo la negra bruma de odio y de tedio que la desvergüenza del malagueño y la fatuidad de la de Anguita habían echado en mi espíritu.
Palabra del Dia
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