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Muy santa debía ser la tierra bretona, la más santa del mundo, cuando el valenciano milagroso, después de correr tantas naciones, había querido morir en ella. Ya no le produjo asombro que á este mocetón le hubiesen recogido en Dixmude cubierto de heridas y se mostrase ahora sano y vigoroso... A bordo del Mare nostrum era artillero: él y dos camaradas estaban encargados del cañón.

Su rostro iluminose por un rayo de esperanza, y añadió, con tono más dulce: Mi anciano tío de Poitiers, en su última enfermedad, se hizo inyectar cien gramos de sangre bretona en la vena cefálica mediana: un antiguo servidor prestose a suministrársela.

La joven se levantó sobresaltada para esquivar su mirada y fingió estar distraída en la elección de un cirio, que encendió y puso en el sitio del de la bretona. Después volvió a su banco y se arrodilló, con la cabeza entre las manos.

...¿Quieres saber lo que ha sido de mi amiguita Elena Lacante?... Celebro haber logrado interesarte por esta niña singular; una florecilla silvestre trasplantada de aquella landa bretona, que cubre con su gran sombra el alto campanario calado, a este hormiguero parisiense, agitado, turbulento, escéptico, burlón y malsano, en el que los intereses, los placeres, los teatros, los museos, todas las invenciones de la ciencia y de la civilización, dejan tan poco espacio al recogimiento de las almas pensativas.

Si algún paseante retrasado se aproximaba por azar, podía ver una humilde capilla a la que se bajaba por tres escalones gastados y desportillados y alumbrada por el resplandor tembloroso de unos cirios casi consumidos, mientras alguna vieja de cabeza vacilante bajo la manta bretona murmuraba una oración.

En el instante en que creía que esta diestra lisonja me conciliaba en el más alto grado la benevolencia de la joven bretona, vi con asombro dibujarse en su frente los síntomas de la impaciencia y del fastidio. Decididamente era yo desgraciado con esta niña.

Llegué a Quimper anteayer, a la caída de la tarde, y después de haberme hecho llevar al mejor hotel de la ciudad, lo que no quiere decir que sea bueno, me he dirigido a la casa de la señorita de Boivic, un edificio situado en las cercanías de la Catedral y de aspecto austero y triste, que hace menos sorprendente el encontrar en ella muertos que vivos, una criada en traje rústico y cofia bretona me introdujo en un vasto salón herméticamente cerrado y débilmente alumbrado.

¿Usted sabe quién es, señorita Cristina? preguntéla al devolverle la carta. Es muy probable dijo, mostrándonos sus blancos dientes y sacudiendo gravemente su femenil cabeza, iluminada por la felicidad. ¡Gracias, señoras y señor! saltó del estribo y muy luego desapareció en la selva, elevando hacia el Cielo las notas alegres y sonoras de alguna canción bretona.