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Actualizado: 31 de mayo de 2025


Sobre el Salto mismo existe una piedra pulida e inclinada, que uno trepa con facilidad, y dejando todo el cuerpo reposado en su declive, asoma la cabeza por el borde. Así, dominábamos el río, el Salto, gran parte de la proyección de la masa de agua, el hondo valle inferior y de nuevo el Funza, serpeando entre las palmas, en las felices regiones de la tierra templada.

Era lo que veían los cazadores un descanso, y nadie podría expresar hasta qué punto aquellos seres venidos de tan lejanas tierras, con sus rostros cobrizos, sus grandes barbas, sus ojos negros, su frente hundida, su nariz chata y sus harapos pardos, parecían extraños y pintorescos al borde de la laguna, al pie de las ingentes rocas verticales que sostenían los verdes abetos junto al cielo.

Más avanzado que ninguna de las casas de Izarte, más al borde de las dunas estaba el caserío de mi abuela, un caserío negro, con un balcón corrido hacia el lado del mar. Realmente, el viento debía azotar allí de una manera furiosa.

Y en palabras entrecortadas, apretones de manos y miradas de intensa ternura, desbordábase su amor por tanto tiempo contenido, mientras el bondadoso anciano, presto a dejar ya esta vida, desde el borde de su tumba impetraba de Dios bendiciones sobre la cabeza de los que aun debían disfrutar los goces de la existencia. Ea, hijos míos, yo no estoy para sufrir emociones dijo el señor de Avrigny.

Esperamos a ver lo que ocurría, los seis hombres en los remos; yo, de pie, en el timón. Una de las barcas pasó; la otra, según dijeron, se perdía. ¡Hala! ¡Fuera! dije yo. Salimos de las puntas. El horizonte se llenaba de nubes negras, cuyas formas cambiaban continuamente; a lo lejos, en el fondo del cielo, cerca del agua, se veía una barra negrísima, cuyo borde superior tenía un tinte cobrizo.

Antes que mis dos compañeros pudieran acudir en mi auxilio, los dos nos debatíamos, cuerpo a cuerpo, en medio de la profunda obscuridad, sobre el mismo borde del abismo, a cuyo seno era su intención arrojarme para que pereciera como los dos guardias suizos, los cuales debieron ser impelidos al fondo del precipicio por el astuto cardenal.

Consideraba sus pies la parte más preciada de su persona, y al andar fijaba los ojos coquetamente en las dos manchas de oro pálido, de aguda punta, que aparecían y se ocultaban alternativamente bajo el borde de su falda.

Ingeniosa y lista, descosió dobladillos y lorzas hasta que la tela rozó completamente el borde de los zapatos. Luego, unas maniobras semejantes hicieron al corpiño extender sus delanteros sobre el seno túrgido de la niña. La manga, menos dócil, dejaba ver el antebrazo alabastrino. Se miró al espejo, y asombrada de misma, se ruborizó.

El pozo también suscitaba nuestras preocupaciones geográficas. Era éste un viejo pozo inconcluso, cuyos trabajos se habían detenido a los catorce metros sobre el fondo de piedra, y que desaparecía ahora entre los culantrillos y doradillas de sus paredes. Era, sin embargo, menester explorarlo, y por vía de avanzada logramos con infinitos esfuerzos llevar hasta su borde una gran piedra.

Vino la cuenta, y ¡eso si! en una cuartilla de papel azul, formando aguas, sin contar el borde dorado, leí 27 francos.

Palabra del Dia

rigoleto

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