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Actualizado: 20 de julio de 2025
Entre estas últimas la más íntima y asidua fue Lucía Población, aquella joven rubia que D. Manuel de Rivera saludó en el Prado llevando a Miguel en su compañía. Los pormenores biográficos que había dado a su sobrino eran exactos. Lucía no tenía fortuna; vivía atenida a una pensión que el Estado le pagaba por haber sido su padre regente de la Audiencia de Puerto Rico.
La de Mesía no reconocía la victoria; reconocía una ventaja pasajera... fue discreta, suavemente irónica, no quería decir: «Venciste, Galileo» sino «hasta el fin nadie es dichoso». De Pas comprendió, con ira, que el del balcón no se daba por vencido. ¡Va hermosísima! decían en tanto las señoras del balcón de la Audiencia. ¡Hermosísima! ¡Pero se necesita valor! Amigo, es una santa.
Añadió que había ido al alcázar y que no había podido hablar á Doña Clara, porque estaba en audiencia con el rey, y que en cuanto á don Francisco de Quevedo, ninguna de las personas á quienes por él había preguntado le habían dado razón de tal persona. Se empeoraba el negocio á la vista de don Juan, y como hemos dicho, no pudo dormir en toda la noche.
Acercóse a la mesa disimuladamente, púsole una mano en el hombro, y gritó: «¡Fulano... ganaste el pleito!». Saltó el labriego, electrizado. «¡Qué me dices, hombre!». «Se falló en la Audiencia ayer». «Tú loqueas». «Lo que oyes». En este intervalo el secretario de la mesa verificaba el trueque de pucheros: ni visto ni oído.
Si nos das, buen señor, grata licencia De decir la embaxada que traemos, Do estamos, ó ante sola tu presencia, Todo á lo que venimos te diremos. Decid, que á donde quiera doy audiencia. Pues con ese seguro que tenemos, De tu real grandeza concedido, Dare principio á lo que soy venido.
Decid á doña Clara Soldevilla, me dijo, si queréis sacar de un negro compromiso á su majestad la reina, que diga que no puede venir porque está enferma; que os siga, sin embargo, porque su majestad la necesita, y que cuando el rey haya salido de la cámara de su majestad la reina, entre á verla; para que el rey salga, decid á su majestad de mi parte que yo le pido audiencia para un asunto gravísimo, que no he podido encontrar quien me anuncie por la hora que es, y que me valgo de vos.
Nadie dirá que yo, ex-regente de Audiencia, que me jubilé casi por no firmar más sentencias de muerte, nadie dirá, repito que tengo ese punto de honor quisquilloso de nuestros antepasados, que los pollastres de ahí abajo llaman inverosímil; pues bien, seguro estoy, me lo da el corazón, de que si mi mujer hipótesis absurda me faltase... se lo tengo dicho a Tomás Crespo muchas veces... le daba una sangría suelta.
Dos días tardó en hacerse conceder una audiencia. El Caballerizo Mayor le condujo. El Rey se hallaba en la antecámara de su celda, y llenos estaban los vecinos corredores de gente togada, de frailes, de clérigos, de cortesanos. Todo un mundo vestido de ropas negras o pardas que se movía con actividad silenciosa y grave.
En seguida declarará usted la capital en estado de sitio, y mandará a decir al Duque que exige ser recibido en audiencia por el Rey... ¿Me comprende usted bien? Perfectamente, señor.
La sala de lo criminal de la audiencia de Lancia era una pieza rectangular, grande, oscura, polvorienta. Allá en el fondo, debajo de un dosel de damasco marchito, estaban sentados en sendos sillones de terciopelo los tres magistrados que componían el tribunal. A un lado, el acusador privado, con una mesa delante. Enfrente el defensor. El relator en pie, frente al tribunal.
Palabra del Dia
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