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Actualizado: 24 de junio de 2025
El amor, por el cual ella había sacrificado tanto, honra, reposo y bienestar, sólo había sido para el Marqués un episodio, una aventura, un lance más o menos agradable o divertido, entre los muchos de su vida. Esto dolía en extremo y atormentaba a la Condesa.
Sin tener fe ni dejar de tenerla, acostumbrada ya a no pensar en aquellas grandes cosas que la volvían loca, Anita Ozores volvió a las prácticas religiosas, jurándose a sí misma no dejarse vencer ya jamás por aquel misticismo falso que era su vergüenza. «La visión de Dios.... Santa Teresa.... Todo aquello había pasado para no volver.... Ya no le atormentaba el terror del infierno, aunque se creía perdida por su pecado, pero tampoco la consolaban aquellos estallidos de amor ideal que en otro tiempo le daban la evidencia de lo sobrenatural y divino».
Quizá un recuerdo de aquella escena vagaba por su mente, pues repetidas veces se detuvo para apoyar las encendidas mejillas en su mano, como si otra vez debiese aparecer la figura de la niña, de pie en el umbral y repitiendo con voz angelical la consabida pregunta de: ¿es mamá? Mas este nombre le atormentaba ahora cruelmente.
Conocía su triste situación, y no se atormentaba por ello. Se diría que había olvidado Madrid. Estaba conforme en pasar en Villafría la vida entera. Antecedentes y pormenores indispensables aunque enojosos Desde la muerte del marqués habían transcurrido doce años. Doña Luz tenía veintisiete y estaba hermosísima: mucho mejor que de quince.
Y en su respeto había algo de envidia: la envidia que surge de una conciencia insegura. Cuando don Marcelo pasaba malas noches, sufriendo pesadillas, un motivo de terror, siempre el mismo, atormentaba su imaginación. Rara vez soñaba en peligros mortales para él ó los suyos.
Lo que más la atormentaba era que le quería más cuando él se ponía tan juicioso haciendo el bonitísimo papel de una persona que está en la sociedad para dar ejemplo de moderación y buen criterio.
Consiguió el abogado suspender por dos meses el cumplimiento de la sentencia visitando á muchos de sus colegas que eran personajes políticos. El deseo de salvar la vida de su cliente le atormentaba como una obsesión. Había dedicado á este asunto toda su actividad y sus influencias personales.
A don Víctor al comulgar le atormentaba la idea de que no había confesado un pecadillo considerable: tenía sus dudas respecto de la infalibilidad pontificia. El canónigo Döllinger, de quien no sabía más sino que existía y que se había separado de la Iglesia, le seducía por su tenacidad, que le recordaba la de su tierra, Aragón, el reino más noble y testarudo del Universo.
Y cuando bajaba presurosa la escalera, el dolor de aquella herida del amor propio la atormentaba más que las que había recibido en su honra. ¡Una cursi! El espantoso anatema se fijó en su mente, donde debía quedar como un letrero eterno estampado a fuego sobre la carne.
Hasta allí le había acompañado un sentimiento de despecho; la cólera de su orgullo varonil herido por el fracaso; el escozor de una situación ridícula. Pero ahora le atormentaba el remordimiento; sentía vergüenza de él mismo, deseaba empequeñecerse, desaparecer, como si una mirada iracunda le espiase en la sombra.
Palabra del Dia
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