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Actualizado: 5 de mayo de 2025
Lo dejó sobre la mesa con miedo y con ciertas precauciones. Ana entró en el despacho. Vestía hábito del Carmen. Seguía pálida, pero había vuelto a engordar un poco. A Mesía le latió el corazón y se le apretó la garganta, con lo que se asustó no poco. Aquella mujer despertaba en él, ahora, una ira sorda mezclada de un deseo intenso, doloroso.
Doña Blanca no se calló sobre este punto, y varias veces manifestó al fraile su extrañeza; pero el fraile le contestaba: Hija mía, piensa lo que se te antoje. Yo no quiero calentarme la cabeza explicándotelo. Bástete saber que yo tengo á D. Fadrique por muy amigo, aunque incrédulo, como él me tiene por muy amigo, aunque fraile. Cavilando en ello me asusto, y prefiero no cavilar.
Como el otro, después de haber comido bien, insistiera en aquellas ideas, á D. Francisco se le pasaron ganas de darle un par de trompadas, destruyendo en un punto el perfil más enérgico que dibujara Miguel Ángel. Pero no hizo más que mirarle con ojos terroríficos, y el otro se asustó y puso punto en sus teologías.
No por esto le asustó su condición de soldado raso mientras sirvió de asistente a su coronel. El cómo y el cuándo no preocupaban a Simón gran cosa. Gustábale mucho viajar de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad; y viendo aquí y escuchando allá, fue familiarizándose con ciertas cosas y acontecimientos, pero sin enamorarse de ellos.
Ana dio gritos, se asustó mucho, se sintió muy cobarde; llorando y con las manos en cruz pidió que llamaran a sus tías, unas hermanas de su padre que vivían en Vetusta y que tenía entendido que eran muy buenas cristianas.
A pesar de la poca claridad que había, la vi ponerse densamente pálida. ¡Ya me lo sospechaba! exclamó con voz ronca y extraña, que me asustó . ¡No había de gustarte una chica tan hermosa! Tú también le habrás gustado a ella, como si lo viera... ¡Lucido papel me habéis hecho representar!
La pobre se asustó, parece que le correspondía en la intimidad de su corazón, aunque sabía ocultarlo y dominarse y había puesto una lápida sobre sus sentimientos culpables. ¡Ah! ¡Estas lápidas de olvido! ¡Cuántas mujeres porteñas han atravesado la vida melancólica hasta una noble ancianidad, plegadas por la virtud a la rutina cotidiana, distraídas por el cariño a los hijos, mientras un amor del pasado se ha ido muriendo como una claridad pálida en sus almas!
Mi Susana, que ya no es más que un ángel, ha recibido a Dios, este último lunes, con el aparato ordinario de esta santa y terrible ceremonia; yo creí que se hubiera trastornado algo, pero, por la gracia de Dios, ni se asustó, ni sufrió su semblante la menor alteración; al contrario, ha redoblado su tranquilidad y su alegría; todo el día pareció transparentarse en su mirada cierto fondo de dicha: la noche antes nos dijo: «Hablemos de mi tranquilidad; yo he hecho cuanto he podido por mi conciencia, y todo lo que he podido por mi salud.
D. Valentín apretó los puños y se limitó á exclamar con acento un si es no es colérico: ¡Señora!... Luego añadió para sí, cuidando mucho de que no lo oyese Doña Blanca: ¡Maldita sea mi suerte! Y no bien lanzada la exclamación, se asustó don Valentín de la blasfema rebeldía contra la Providencia que su exclamación implicaba, y se tuvo un instante por primo hermano del propio Luzbel.
Cerca anduvo de arrepentirse por su condescendencia aquel santo varón; casi se asustó de haber aceptado tamaña responsabilidad, pero jamás llegó a preocuparse formalmente: primero, porque su compromiso era sólo verbal y no había pruebas que pudieran perjudicarle; segundo, porque ¿quién habría en la comarca capaz de perseguirle ni acusarle?
Palabra del Dia
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