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Actualizado: 2 de junio de 2025
Hay más de un millar dentro de la fortaleza y sobre las murallas. En aquel grupo con antorchas están descuartizando á un arquero. Allí arrojan á otro desde el muro. Por las abiertas puertas entran ahora muchos con grandes haces de leña y ramaje.... Justo, para pegar fuego al castillo. ¡Quién me diera ahora mi Guardia Blanca! Pero ¿dónde está Gualtero? Ha sido asesinado, señor.
Gran marino, pero mediocre hombre de pelea, acostumbrado al tranquilo manejo de las cartas de navegar, al examen de los pilotos en la «Casa de Contratación» de Sevilla, y sin experiencia en los ardides de la guerra indiana, había bajado a tierra creyendo en los signos de paz de los indígenas, y éstos lo habían asesinado a la vista de sus gentes en las orillas del mismo río que acababa de descubrir, asando luego su cuerpo para devorarlo en sagrado banquete.
Gallardo le compadecía, recordando sus predicciones. No le había matado la Guardia civil. Le habían asesinado durante su sueño. Había perecido a manos de los suyos, de un «aficionado», de uno de los que venían detrás empujando, con el ansia de ganarse el cartel. El domingo, su marcha a la plaza fue más penosa que otras veces.
¡El patio está lleno de víboras! ¡No puedo dar un paso! ¡No, no!... ¡Socorro!... ¡Mi mujer se va corriendo! ¡Mi madre se va! ¡Me han asesinado!... ¡Ah, la escopeta!... ¡Maldición! ¡Está cargada con munición! Pero no importa... ¡Qué grito ha dado! Le erré... ¡Otra vez las víboras! ¡Allí, allí hay una enorme!... ¡Ay! ¡Socorro, socorro!!
El general Prim había sido asesinado, y su amigo íntimo, su portaestandarte, el marqués de Sabadell, indicado ya para la cartera de Fomento, desaparecía súbitamente de la corte, a la misma hora en que corría la falsa nueva de que las heridas del general no eran de muerte y se habían escapado de sus labios terribles revelaciones.
No, tú no tienes la culpa; pero es mejor no verte. Tu presencia hace más grande mi remordimiento. Viéndote, siento una vergüenza inmensa, un deseo de morir, de matarme. Tengo la sospecha de que soy yo la que ha asesinado á mi hijo... Recuerdo lo pasado entre nosotros: reconozco el castigo. La cólera de Lubimoff se desvaneció ante estas palabras inexplicables.
Esta lectura inspiró a Ferpierre una grave duda: ¿Habrían asesinado Zakunine y la nihilista a la Condesa para apoderarse de su dinero?... La sospecha no era irrecusable sin examen. En la casa de la muerta se habían encontrado muchos valores, pero la Condesa era tan rica, que bien podía haber tenido en su poder el último día una suma mayor.
Pero no pueden decir palabra! gritó Sarto con expresión de triunfo. Los tenemos en nuestro poder. ¿Cómo han de denunciarle a usted sin denunciarse a sí mismos? ¿Osarán decir al país: «Ese hombre es un impostor, porque al verdadero Rey lo tenemos nosotros prisionero y hemos asesinado a su servidor?» ¿Pueden hacer tal cosa? La situación se me apareció de repente con toda claridad.
Ante todo, es indispensable que tengamos un Rey en Estrelsau, o, de lo contrario, Miguel será dueño de la ciudad en veinticuatro horas. Y entonces ¿qué valdría la vida del Rey? ¿dónde estaría su trono? ¡Joven, tiene usted que aceptar! ¿Y si matan al Rey? Lo matarán si es que no lo mata usted. ¿Y si lo han asesinado ya?
La manera de expresarse del joven era más y más amarga cuando hablaba de aquellos que en su concepto debían haber deseado la muerte de la criatura adorada por él. De modo que, supongamos, que esa joven sea querida del Príncipe. ¿Habrá, por celos, asesinado a la Condesa? ¿Pero, de quién podía haber estado celosa?
Palabra del Dia
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