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Actualizado: 15 de junio de 2025


Pero Pablo se ríe de esto y dice que no le dará ese hombre lo que la Virgen Santísima le negó desde el nacer. Quizás tenga razón.... Pero dime, ¿estamos ya cerca?... porque veo chimeneas que arrojan un humo más negro que el del infierno, y veo también una claridad que parece de fragua. , señor, ya llegamos. Aquellos son los hornos de la calcinación, que arden día y noche.

Era una de esas mañanas de junio en que la ciudad de los concilios parece susurrar en algarabía canciones de Oriente. El cielo, sin una nube, tiende su tafetán más azul; aquí y allá, la cal enseña, bajo los tejados morenos, su riente blancura; rosas y claveles arden en los balcones, y en lo alto de algunas callejuelas deliciosamente sombrías vese espejear el azulejo de las cúpulas y alminares.

Hay en el fondo de ella una alcoba con una cama de pabellón formado con tela de cuadros azules y blancos: al lado de la cama se encuentran sobre dos bancos de madera dos cunas, grande la una, pequeña la otra. Es el dormitorio de mi madre y de mis hermanas. En el fondo de la habitación hay una chimenea en la que arden cepas y sarmientos, produciendo un gran fuego.

En nuestros buenos días de invierno meridional, me agrada estar solo junto a la alta chimenea, donde arden humeantes algunas matas de tamariscos. Con las rachas del mistral o de la tramontana, cruje la puerta, chillan las cañas, y todas esas sacudidas son un ligero eco de la gran conmoción de la naturaleza que me circunda.

En una hoja de plátano, embadurnado de aceite para que no se pegue, deja destilar la melaza de unos caramelos, que derrite á la llama de unos tinsines que arden por cima de la hoja, sobre la que vemos perfectamente picado un poco de tabaco y otro poco de buyo, que mezcla y revuelve con la melaza, haciendo por último con todos aquellos compuestos, una especie de tabaco de las dimensiones de un primera habano.

Su hermosura es a la vez angélica y perturbadora. Tiene del cirio el candor y la llama. Sus grandes ojos, que arden con misteriosa fiebre, van encendiendo, a pesar suyo, súbitas pasiones en el corazón de ricos y virtuosos caballeros. Su madre quiere casarla, y la obliga a ataviarse como las otras doncellas; pero Rosa pone en cada gala una oculta mortificación.

Mire usted, señorita, cómo se inclinan estos avellanos sobre el arroyo... Parece que arden de sed los pobres. ¡Qué pena debe de ser mirar el agua tan cerca y no poder beberla!... Mire usted, mire usted, sin embargo, aquella rama... ya consiguió besar la corriente... ¡Cómo se pondrá ahora el cuerpo de agua!... ¡Calle, ahora salimos con que nos estaba escuchando aquel lagarto!...

Es el amanecer, uno de esos amaneceres adustos e invernales en que aúlla el viento como un lobo y se arremolina la llovizna. En la alcoba, la luz del día naciente batalla con la luz de los cirios que arden a la cabecera de la muerta, y pasa por las paredes de la estancia como la sombra de un pájaro.

La dudosa claridad que esparcen los carbones encendidos que arden en la chimenea, tiende á producir el efecto que he tratado de describir. Vierten una luz suave en toda la habitación, acompañada de una ligera tinta rojiza en las paredes y en el cielo raso, y de un débil reflejo del pulido barniz de los muebles.

Madrid, cuando tus toros brincan, Hay manos blancas que aplauden Y mantillas que se agitan. . . . . . . . . . . . . ¡España! ¡España! ¡cuán puro y brillante es tu cielo! Santa María está bañada en oleadas de luz; los mil balcones de sus blancas casas centellean y arden, y los naranjos perfumados de la Alameda parecen cubiertos de hojas de oro.

Palabra del Dia

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