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Actualizado: 4 de junio de 2025


Era una de esas mañanas de junio en que la ciudad de los concilios parece susurrar en algarabía canciones de Oriente. El cielo, sin una nube, tiende su tafetán más azul; aquí y allá, la cal enseña, bajo los tejados morenos, su riente blancura; rosas y claveles arden en los balcones, y en lo alto de algunas callejuelas deliciosamente sombrías vese espejear el azulejo de las cúpulas y alminares.

¡Ni lo que haya puesto Garona!... Vaya sacando, amiga. ¿Quiere?... Yo ya vengo dijo desde la puerta Baldomero, teniendo del cabestro su azulejo al que le había sacado el cojinillo. Mientras se disponía la mesa bajo la enramada del poniente, los tres amigos salieron a «estirar las piernas» por las inmediaciones. ¿Por qué no llevan la escopeta? Don Melchor... puede que encuentren algo...

Buscaba entonces, hacia una y otra parte, los signos graves de la religión: los humilladeros, los paredones conventuales y la misma cruz vencedora, en lo alto de los campanarios, donde brillaba todavía el esmaltado azulejo incrustado por los infieles.

¡Perfectamente! vamos al hotel... vamos a pie... es cerca... allí, ¿ven? dijo señalando con la mano y agregó, dirigiéndose a Hipólito: Espéranos allá. Ché, Hipólito le dijo Baldomero. Y llévame de paso el «azulejo». El grupo se dirigió al hotel y a poco andar le interceptó el paso un pilluelo que con la mano tendida dijo a Melchor por todo saludo: Don Melchor... me da «una... moneditas»?

El viento movía blandamente el ala de su chambergo y levantaba leves nubecillas de polvo que los cascos del azulejo removían aún de entre el césped, de tal modo era enérgica la fuerza con que los golpeaba.

En una esquina próxima al Colegio de la Compañía leímos en letras de oro y sobre marmórea lápida, que allí vivió el gran poeta Meléndez Valdés. Más abajo descubrimos la que un azulejo denominaba Plazuela de San Benito, la cual, más que plaza, parecía el compás de una Cartuja. Tampoco había allí gente.

¡Y que te me ibas!... ¡maula!... gritó Melchor afirmándose en el recado y dando un formidable rebencazo al Platero, que arqueándose agachó la cabeza, lanzó como un rugido, dio un corcovo colosal que hizo cimbrar a Melchor, y partió medio trabado avanzando de través hacia el alambrado de la quinta, al que no llegó porque Baldomero, rápido y oportuno, le puso el «azulejo» al lado, diciéndole a Melchor: ¡No lo castigue! y los dos caballos partieron pujando como en una carrera que hubiese de darse «puesta».

Los voy a acompañar a caballo. ¿Hasta la estancia? El azulejo es capaz de ir de un galope hasta Buenos Aires. Al partir el break a todo trote, Baldomero se puso al costado, galopando con toda la bizarría del gaucho legendario, mientras su flete dejaba ver, al levantar los remos y al mirar hacia adelante, con sus ojos vivos, que éstos no alcanzaban a divisar distancia que lo cansase.

Para pechárselo, si es caso repuso éste al montar en su «azulejo», agregando: Monte ahora, don Melchor.

En el patio, que fue Zementerio de S. Sebastián, como declara el azulejo empotrado en la pared sobre la puerta, no se veían más seres vivientes que las poquísimas señoras que a la carrera lo atravesaban para entrar en la iglesia o salir de ella, tapándose la boca con la misma mano en que llevaban el libro de oraciones, o algún clérigo que se encaminaba a la sacristía, con el manteo arrebatado del viento, como pájaro negro que ahueca las plumas y estira las alas, asegurando con su mano crispada la teja, que también quería ser pájaro y darse una vuelta por encima de la torre.

Palabra del Dia

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