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Actualizado: 1 de julio de 2025
Viendo luego que Antoñona aguardaba con interés a que ella hablase, y deseando desahogarse con quien simpatizaba mejor con ella y más humanamente la comprendía, Pepita habló de esta manera: El padre vicario me amonesta con dulzura para que me arrepienta de mis pecados; para que deje partir en paz a don Luis; para que me alegre de su partida; para que le olvide. Yo he dicho que sí a todo.
Vino después el desengaño con la furia consiguiente. Adiós, Antoñona dijo D. Luis y se salió a la calle, silenciosa ya y sombría. Las luces de las tiendas y puestos de la feria se habían apagado y la gente se retiraba a dormir, salvo los amos de las tiendas de juguetes y otros pobres buhoneros, que dormían al sereno al lado de sus mercancías.
Entonces se precipitó y penetró en el zaguán. El farol, que lo alumbraba de diario, daba poquísima luz aquella noche. No bien entró D. Luis en el zaguán, una mano, mejor diremos una garra, le asió por el brazo derecho. Era Antoñona, que dijo en voz baja: ¡Diantre de colegial, ingrato, desaborido, mostrenco!
Mientras Antoñona iba rumiando y concertando en su mente todas estas cosas, D. Luis, no bien se quedó solo, se arrepintió de haber procedido tan de ligero y de haber sido tan débil en conceder la cita que Antoñona le había pedido. Don Luis se paró a considerar la condición de Antoñona, y le pareció más aviesa que la de Enone y la de Celestina.
Si muero por él, él me amará, él guardará mi imagen en su memoria, mi amor en su corazón; y Dios, que es tan bueno, hará que yo vuelva a verle en el cielo, con los ojos del alma, y que allí nuestros espíritus se amen y se confundan. Antoñona, aunque era recia de veras y nada sentimental, sintió al oír esto que se le saltaban las lágrimas.
Si no hubo más que la oficiosidad y destreza de Antoñona y la debilidad con que D. Luis se comprometió a acudir a la cita, ¿para qué forjar embustes y traer a los dos amantes como arrastrados por la fatalidad a que se vean y hablen a solas con gravísimo peligro de la virtud y entereza de ambos? Nada de eso.
Antoñona no calló a Pepita su descubrimiento, y Pepita no acertó a negar la verdad a aquella mujer que la había criado, que la idolatraba, y que, si bien se complacía en descubrir y referir cuanto pasa en el pueblo, siendo modelo de maldicientes, era sigilosa y leal como pocas para lo que importaba a su dueño.
Grande era, sin duda, el afecto de Antoñona por su niña, y viéndola tan enamorada y tan desesperada, no pudo menos de buscar remedio a sus males. La cita, a que acababa de comprometer a D. Luis, fue un triunfo inesperado. Así es que Antoñona, a fin de sacar provecho del triunfo, tuvo que disponerlo todo de improviso, con profunda ciencia mundana.
Antoñona venía resuelta a tener una conferencia muy seria con D. Luis; pero no sabía a punto fijo lo que iba a decirle.
Allí, cubierta la cara con las manos, desatada ya la trenza de sus cabellos, y en desorden la vestidura, continuó en sus sollozos y en sus gemidos. Así hubiera seguido largo tiempo, si no llega Antoñona. Antoñona la oyó gemir, antes de entrar y verla, y se precipitó en la sala. Cuando la vio tendida en el suelo, hizo Antoñona mil extremos de furor.
Palabra del Dia
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