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Actualizado: 1 de junio de 2025


Mercaderes de Ofir, buhoneros de Damasco cruzaban a toda hora las puertas anchurosas, y ostentaban en competencia, ante las miradas del rey, las telas, las joyas, los perfumes. Junto a su trono reposaban los abrumados peregrinos.

Pero, ya sea que las diligencias de las pesquisas se hicieron con demasiada lentitud, ya sea que aquella filiación conviniera a tan grande número de buhoneros que no fuera posible hacer una elección entre ellos, lo cierto es que transcurrieron las semanas y no se obtuvo más resultado concerniente al robo, que el cese gradual de la agitación que había causado en Raveloe.

¿Quiere el seor alguacil que le hurguemos las patas a esa señora mula? le replicaba una moza de la ciudad. Atrás os digo, y van dos. ¡Pus quite esos dedos! Mire la Antonia, que no estamos hoy de mercado. Los buhoneros aprovechaban para vender. Señora hermosa, por un real se lleva este rosario. Darete, a lo más, un cuarto. ¿Trasero o delantero? ¡Oste con el bellaco!

Vino después el desengaño con la furia consiguiente. Adiós, Antoñona dijo D. Luis y se salió a la calle, silenciosa ya y sombría. Las luces de las tiendas y puestos de la feria se habían apagado y la gente se retiraba a dormir, salvo los amos de las tiendas de juguetes y otros pobres buhoneros, que dormían al sereno al lado de sus mercancías.

Los buhoneros, los carreteros, los caldereros, toda esa población flotante que va continuamente de la sierra al llano y del llano a la sierra, llevaban día por día, de Alsacia y de las orillas del Rin, una porción de noticias inquietantes: «Las plazas decían tales gentes se preparan para la defensa; se busca trigo y carne para aprovisionarlas; las carreteras de Metz, Nancy, Huningue y Estrasburgo se ven surcadas de convoyes.

Por el medio cruzaban á cada instante buhoneros, tenderos, vendedores de vino y sidra que, alojados ya en las casas de algunos vecinos, llevaban sus mulas á beber al río. Y entre las mozas trashumantes y los jóvenes indígenas se cambiaban frases más ó menos galantes y bromitas más ó menos ingeniosas.

Las doncellas de los camarotes de lujo iban de mesa en mesa, disfrazadas de campesinas del Tirol, regalando flores. Otros criados, vestidos de buhoneros alemanes, ofrecían las chucherías que llevaban en un cajón sobre el pecho.

Guiomar y don Íñigo se veían tan sólo a las horas de la comida y de la cena. El anciano, sentado a la cabecera, y su hija, hacia un extremo de la tabla, entre Ramiro y el Capellán, permanecían todo el tiempo sin hablarse. En medio del angustioso mutismo, cualquier rumor, el choque de la platería, las pisadas de un paje, el grito de los buhoneros en la calle, cobraba un eco solemne.

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