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Actualizado: 1 de julio de 2025
Viendo D. Luis que no había remedio, mitigó el enojo, se armó de paciencia y, ya con acento menos cruel, exclamó: Di lo que tengas que decir. Tengo que decir prosiguió Antoñona , que lo que estás maquinando contra mi niña es una maldad. Te estás portando como un tuno. La has hechizado; le has dado un bebedizo maligno. Aquel angelito se va a morir. No come, ni duerme, ni sosiega por culpa tuya.
Sólo llegaban, aunque confusos y vagos, el resonar de las castañuelas y el son de la guitarra, y un leve murmullo, causado todo por los criados de Pepita, que tenían su jaleo probe en la casa de campo. Antoñona abrió la puerta del despacho; empujó a D. Luis para que entrase, y al mismo tiempo le anunció diciendo: Niña, aquí tienes al señor D. Luis, que viene a despedirse de ti.
A las ocho le dijo Antoñona que D. Luis iba a venir; y Pepita, que hablaba de morirse, que tenía los ojos encendidos y los párpados un poquito inflamados de llorar y que estaba bastante despeinada, no pensó desde entonces sino en componerse y arreglarse para recibir a D. Luis.
Pero no: mi pecado no ha de traer como indefectible consecuencia otro pecado. Lo que ya fue no puede dejar de haber sido, pero puede y debe remediarse. El 25, repito, partiré sin falta. La desenvuelta Antoñona acaba de entrar a verme. Escondí esta carta, como si fuera una maldad escribir a Vd. Solo un minuto ha estado aquí Antoñona.
A pesar de la familiaridad que las señoras de lugar tienen con sus criadas, Pepita nada había dejado traslucir a ninguna de las suyas. Sólo Antoñona, que era un lince para todo, y más aún para las cosas de su niña, había penetrado el misterio.
La diferencia está en que el Maestro Cencias componía un husillo de lagar, arreglaba las ruedas de una carreta o hacía un arado, y esta nuera suya hace dulces, arropes y otras golosinas. El suegro ejercía las artes de utilidad: la nuera las del deleite, aunque deleite inocente o lícito al menos. Antoñona, que así se llama, tiene o se toma la mayor confianza con todo el señorío.
Antoñona había tomado la iniciativa y había hecho papel en este asunto, porque así lo quiso. Como ya se dijo, se había enterado de todo con perspicacia maravillosa. Cuando la misma Pepita apenas se había dado cuenta de que amaba a D. Luis, ya Antoñona lo sabía.
Bastante más tarde, con previas toses y resonar de pies, entró Antoñona en el despacho diciendo: ¡Vaya una plática larga! Este sermón que ha predicado el colegial no ha sido el de las siete palabras, sino que ha estado a punto de ser el de las cuarenta horas. Tiempo es ya de que te vayas, don Luis. Son cerca de las dos de la mañana. Bien está dijo Pepita , se irá al momento.
Antoñona tendría cuarenta años, y era dura en el trabajo, briosa y más forzuda que muchos cavadores. Con frecuencia levantaba poco menos que a pulso una corambre con tres arrobas y media de aceite o de vino y la plantaba sobre el lomo de un mulo, o bien cargaba con un costal de trigo y lo subía al alto desván, donde estaba el granero.
Aunque Pepita no fuese una paja, Antoñona la alzó del suelo en sus brazos, como si lo fuera, y la puso con mucho tiento sobre el sofá, como quien coloca la alhaja más frágil y primorosa para que no se quiebre. ¿Qué soponcio es éste? preguntó Antoñona . Apuesto cualquier cosa a que este zanguango de vicario te ha echado un sermón de acíbar y te ha destrozado el alma a pesadumbres.
Palabra del Dia
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