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Porque él es incapaz de atreverse a tanto, verdaderamente, de por : la misma cortedad andando, eso es, y el respeto, ¡caray! y la gratitud... Es más: él me ha visto en las angustias de estos días, , señor, y me ha oído amontonar, eso es, conjeturas y supuestos; y nada, ni una palabra, ¡él, que es todo franqueza y sencillez!... Vamos, señor don Alejandro, que lo creo, eso es, pero que no me lo explico.

Mi señora la duquesa te dirá el deseo que tengo de ir a la corte; mírate en ello, y avísame de tu gusto, que yo procuraré honrarte en ella andando en coche.

¿Dónde vais, caballero? dijo á Quevedo un criado de escalera arriba. Quevedo no contestó, y siguió andando. ¿No oís? ¿dónde vais? repitió el sirviente. ¿No lo veis? voy adelante contestó sin volver siquiera la cabeza Quevedo. Perdonad dijo el lacayo, que alcanzó á ver en aquel momento la cruz de Santiago en el ferreruelo de don Francisco.

-No tengáis pena, amigo Sancho -dijo la duquesa-, que yo haré que mis doncellas os laven, y aun os metan en colada, si fuere menester. -Con las barbas me contento -respondió Sancho-, por ahora a lo menos, que andando el tiempo, Dios dijo lo que será. -Mirad, maestresala -dijo la duquesa-, lo que el buen Sancho pide, y cumplidle su voluntad al pie de la letra.

A la parte de allá de los dos citados rios, y al otro lado del Báltico, donde la gente era todavia mas bárbara é inculta, se fueron asimismo agrupando en torno de los monasterios benedictinos muchas poblaciones, que andando los tiempos llegaron á un alto grado de esplendor y riqueza.

No sabía de qué hablaban, se le había ido el santo al cielo con los cortes de la sotana. La verdad es que la cuestión dijo la cuestión... merece pensarse. ¡Pues eso digo yo! gritó el otro, triunfante, y le dejó seguir andando. ¿Ven ustedes? el señor Provisor opina lo mismo que yo; dice que merece estudiarse la cuestión, que es ardua... ¡yo lo creo!

Fue una granadina muy guapa, hija de un magistrado de aquella Audiencia territorial. La conoció mi padre andando por allá una temporada, ocupado en negocios de minas, y se casó con ella de la noche a la mañana. El magistrado era viudo y pobre, y se murió dos años después de la boda de su hija.

A cada instante decía: «¿No piensa usted como yo?», y andando de un lado para otro, se tiraba con violencia en sillas y sofás para probar su blandura, se arrodillaba en el cojín de un reclinatorio, daba vueltas alrededor de un biombo, se reía como un salvaje, ponía el dedo en los bronces, acariciaba las mejillas de las ninfas doradas, decía chicoleos a las damas retratadas, y siempre que iba de una sala a otra, daba fuertes golpes con su bastón sobre el piso, como deseando que también la alfombra recibiese, con el lenguaje de los palos, la expresión contundente de la ira del pueblo... En tanto Isidora no le podía mirar.

¡Está usted pidiendo!... ¿No le dije a usted ayer que el señor Gobernador no quiere que se pida en esta calle? Pues manténgame el señor Gobernador, que yo de hambre no he de morirme, por Cristo... ¡Vaya con el hombre!... ¡Calle usted, so borracha!... ¡Andando digo!

Yo me hinqué también, y con la cabeza humillada, repetí en el fondo de mi corazón la plegaria de aquella noble mujer. Poco después volvíamos todos, conservando aún las hachas encendidas, y más corriendo que andando, hacia el crucero.