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Cuando la pobre se alzaba sobre su dolor, confortada por mi amistad y purificada por tu inocencia, vino la muerte y se la llevó.... ¡Que no te sonroje su recuerdo; guárdale con respeto y con amor! Salvador interrogó otra vez con amargura. Pero, ¿y mi padre..., mi padre?

A mediados del siglo pasado, en una plaza de Madrid, formando rinconada con un convento, claveteada la puerta, fornido el balconaje y severo el aspecto de la fachada, se alzaba una casa con honores de palacio, a cuyos umbrales dormitaban continuamente media docena de criados y un enjambre de mendigos que, contrastando con la altivez del edificio, ostentaban al sol todo el mugriento repertorio de sus harapos.

Se sentía feliz, aunque no acertaba a dar con la causa de su dicha, y alzaba con gallardía su frente tanto tiempo inclinada bajo el peso del dolor y el desengaño, hallándose más dispuesto a la indulgencia con los demás y más enamorado de la existencia. Pero un día desvaneciose el encanto.

En el centro de un grupo de corpulentos árboles se alzaba un pabellón en donde pasaban durante las calurosas horas de la canícula el abuelo y el nieto largos ratos, entregados unas veces a los ejercicios de la gimnasia y de la esgrima, otras a la lectura.

Y usted, D. Narciso, tampoco ha venido ni ayer ni anteayer. ¿Qué ha sido de usted? ¿Reza también por las noches? dijo D.ª Marciala, que hacía calceta cerca de la mesa de tresillo; de vez en cuando alzaba las manos hacia el quinqué de los jugadores, para tomar un punto que se le había escapado. No, señora; yo no soy gran rezador. No tengo la virtud de la oración.

Apenas salieron la madre y la hija, Carmen oyó que Julio aullaba en su dormitorio, y temiendo que saliera a asustarla desde algún rincón con sus ojos crueles, bajó al zaguán y se puso a escuchar el silencio de la tarde. Sintióse a poco, por el jardín adelante, un rumor de palabras. Sobre la dura voz de Narcisa y la chillona de su madre, otra, sonora y firme, se alzaba risueña.

Cubiertos de tiernos trigos se extendían en planicie de un verde pálido, cortados bruscamente por el muro sombrío y adusto de la sierra. Cuando nos acercamos a la ciudad, me sentí impresionado vivamente por la grandeza de sus recuerdos. Aquel montón de casas que se alzaba pardo y melancólico entre el río y la montaña había sido la gran ciudad del Occidente, la capital del mundo civilizado.

El verde de la vegetación se diluía bajo sus pasos; las cercas caían rotas; el polvo se alzaba en espirales detrás del sordo rodar de los cañones y el acompasado trote de millares de caballos. A los lados del camino habían hecho alto varios batallones con su acompañamiento de vehículos y bestias de tiro. Descansaban para reanudar su marcha. Conocía á este ejército.

Al pronunciar sin intención la frase, Nucha, desde el suelo, alzaba la mirada hacia Julián. La descomposición de la cara de éste fue tan instantánea, tan reveladora, tan elocuente, tan profunda, que la señora de Moscoso, apoyándose en una mano, se irguió de pronto, quedándose en pie frente a él.

Acaso este será un castigo de Dios por haberme inclinado demasiado a las cosas mundanas; será que se me advierte la pérdida de los goces verdaderos; yo así lo creo, porque antes de ahora, cuando me dedicaba a Dios solamente, era feliz en mi retiro, me alzaba sobre las miserias terrenales y sentía una inexplicable alegría, pero en la actualidad no puedo, sin esfuerzo, alcanzar este entusiasmo celestial. ¿Será que mis sentidos se entorpecen al peso de los años?