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Actualizado: 28 de junio de 2025
En el tal pueblo todos los vecinos eran pobres, incluso el señor cura, que se remendaba sus propios calzones y se aderezaba las cuatro patatas y pocas más alubias con que se alimentaba cada día. Los tales pobres eran labradores de oficio, y todos, por consiguiente, comían el miserable mendrugo cotidiano empapado en el sudor de un trabajo tan rudo como incesante.
Aquella melancolía atacaba a la Tribuna desde que no alimentaba su viva imaginación con espectáculos políticos y desde que al bullicio de la Unión del Norte sucedió la habitual y uniforme vida obrera de antes, sin asomo de conspiración ni de otros romancescos incidentes. Por distraerse, habló más con Ana de amoríos y menos de política. Ana se prestaba gustosa a semejantes coloquios.
Pasaban los días sin que Charito le diera noticia alguna. La desesperación le hubiese consumido, pero le alimentaba el ensueño.
Un despecho picante y rabioso le mordía el corazón, viendo quebrarse en añicos sus ilusiones de boda con Salvador, y viendo cómo el médico alimentaba, con crecientes demostraciones, el interés que siempre le había inspirado la niña de Luzmela. Carmen compartía sus horas densas y amargas entre las cavilaciones incoherentes en su cuarto y las calladas esperas a los pies de la cama de Julio.
Esto último no quería oírlo Moreno, quien alimentaba hacia el Ser Supremo un rencor que D. Pantaleón hallaba bien justificado. En realidad, no se abandona así a un hombre en medio del arroyo, expuesto a que todo el mundo lo pise. Y claro está, Moreno hacía contra él lo que más rabia podía darle: le negaba la existencia.
La Amparo, a quien lisonjeaba este amor frenético conocido de todo Madrid, lo desdeñaba en público y lo alimentaba en secreto. Por donde flaqueaban más los saraos de aquélla era por el lado femenino, si bien no faltaban tampoco algunas señoras de la clase media que, a trueque de pisar regios salones y verse servidas por lacayos de calzón corto, consentían en alternar con la querida de Salabert.
La madre adoptiva alimentaba ella misma ese culto filial. ¿Cómo podía estar celosa? ¿Podía envidiar, teniendo ella la mejor parte, los pensamientos que se deslizaban de su altar florido hasta la tumba solitaria, pobre contribución de un alma en la que ella reinaba sin rival? ¡La tía Liette! Esto lo decía y lo contenía todo, abnegación infinita de un lado, agradecimiento infinito del otro.
Entregada a sí misma, se sostenía naturalmente, poco a poco; se alimentaba de todo y era el alimento de todo... Roberto Vérod se detuvo de pronto, estremeciéndose. Estaba delante de San Luis. Las ventanas de la iglesia, iluminadas por la luz interior, se dibujaban en las paredes: las lámparas velaban. Vérod se desplomó junto a la verja.
No veía la muchedumbre famélica esparcida a sus pies, la horda que se alimentaba con sus despojos y suciedades, el cinturón de estiércol viviente, de podredumbre dolorida. Era hermosa y sin piedad. Arrojaba la miseria lejos de ella, negando su existencia.
El espíritu caballeresco, basado en el amor, debía ser hostil al celibato, y todas sus adoraciones y homenajes se dirigían a aquellas que, lejos de estar armadas contra los sentimientos tiernos, sabían animarlos graciosamente. La caballería, a pesar de la aureola con que ha llegado hasta nosotros, no se alimentaba exclusivamente de flores azules cogidas en el país del ideal.
Palabra del Dia
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