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Su peso era estraordinario, tanto que apenas podian entre dos hombres sostenerlo; colocábase en el mencionado púlpito para que el Imám leyese en él el Koran á la hora de la azala, y concluida la ceremonia se sacaba de allí y se llevaba á otro parage, donde permanecia cuidadosamente guardado con los vasos de oro y plata destinados á la iluminacion del mes de Ramadhan . El parage que segun las ligeras indicaciones de Edrisí servia de tesoro era una especie de capilla que hoy se levanta en sitio inmediato al antiguo Mihrab al norte de la actual Maksurah, parte de otro espacioso y magnífico recinto que interceptaba la nave central y las dos laterales adyacentes, y donde se armó sin duda la Maksurah antigua por disposicion de Al-hakem.

En aquellos días de aventuras y pilladas y esparcimiento, cualquiera que hubiese tenido interés en seguir los pasos de este desgraciado chicuelo le habría visto encaramándose en la verja de la puerta principal de la Plaza de Toros para alcanzar a ver algo del ensayo de la mojiganga, o bien jugando en los tejares adyacentes, o en el río entre las lavanderas.

Algunos se creen capaces, con la mayor ingenuidad, de embuchar en sus estómagos cuanto ostentan la Plaza Mayor y calles adyacentes.

Diario de la navegacion que á hacer D. Basilio Villarino, segundo piloto de la Real Armada, con las dos embarcaciones de su mando, el bergantin Nuestra Señora de Cármen y Animas, y la chalupa San Francisco de Asis, desde el Rio Negro, á reconocer la costa, la bahia de Todos los Santos, Islas del Buen Suceso y demas adyacentes, buscar el desague del Rio Colorado, y penetrar su entrada, de órden del Comisario Superintente de estos establecimientos, el Sr.

El diario de Concha se ha sustraido hasta ahora á nuestras indagaciones, y recelamos que el fin desastroso de este oficial, haya ocasionado la pérdida de sus papeles: el diario de Peña nada adelanta á lo que sabemos del Rio Colorado, habiéndose ocupado mas especialmente de reconocer las bahias adyacentes.

Era el cuchillo que le había regalado Jaime el día antes. Como estaba de buen humor, había hecho arrodillarse al Capellanet. Luego, con burlona gravedad, le había golpeado con el arma, proclamándolo caballero invencible del cuartón de San José, de toda la isla y de los freos y peñones adyacentes.

Al saber la determinación de Abu Hafáz, Gláfira se enfurece: dice que la que espera ser reina de Hesperia, de las islas adyacentes y de parte del Magreb, no puede resignarse a ser esposa o amiga de un mercader cualquiera, de un plebeyo renegado de la vencida y dominada raza española. Considera además delirio lo que Abu Hafáz pretende. Pronto llegaría a saberlo el sultán y tomaría cruda venganza.

Recorriendo rápidamente los barrios de la ciudad pude penetrar en varias iglesias y recorrer sus cementerios adyacentes. Allí toda poesía falta: aquel no es el reino de los sentidos, sino el de la razon.

La erigió en 19 de marzo de 1411, contra el muro de levante y en los tramos doce y trece de la última nave principal, acupando parte de las adyacentes, el canónigo y arcediano D. Gonzalo Venegas.

Y así se hizo quince días después. No es cosa averiguada enteramente si la fiesta causó en la opinión pública todo el efecto que la marquesa había soñado; pero no tiene duda que concurrieron a su casa aquella noche muchas y muy distinguidas gentes; que bailaron mucho y que devoraron mucho más; que hubo hiperbólicas ponderaciones, en variedad de tonos y estilos, para la casa y para sus moradores, por el buen gusto, por la riqueza, por lo de los salones y por lo del comedor; que al día siguiente soltaron en los papeles públicos los cronistas obligados de fiestas como aquélla, toda la melaza de su trompetería de hojaldre, para declarar, urbi et orbi, que los marqueses de Montálvez eran los más ricos, los más distinguidos, los más amables marqueses de la cristiandad y sus islas adyacentes, y su hija, la joven más bella, más espiritual y más elegante que se había visto ni se vería en los fastos de la humanidad distinguida, es decir, del «buen tono»; en virtud de todo lo cual, aquel baile debía repetirse para gloria de la casa, ejemplo de otras por el estilo, y recreo de la encopetada sociedad madrileña; y finalmente, que se contaron por miles los duros que costó aquel elegante jolgorio, y que el marqués tuvo necesidad de meter, por segunda vez, la cuchara en la olla grande para pagarlos, por los consabidos temores a la usura y las propias repugnancias a las deudas.