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Actualizado: 1 de mayo de 2025
Pero bien adivinaba el significado de aquel imperioso «¡Vete!» del valentón, apoyado por las muestras de asentimiento de todos.
Su instinto de mujeres adivinaba el amor tras la repentina transformación. Algunas noches le veían los obreros salir en un coche para Portugalete: de allí pasaba por el puente colgante á Las Arenas. De alguna de estas excursiones volvía con una flor en la solapa, conservándola varios días, hasta que se secaba.
Sus mares sólo contenían peces. Eran hombres fríos, de pocas palabras, económicos, amigos del orden y de la jerarquía social. Su sobrino adivinaba en ellos el coraje del hombre de mar, pero sin jactancia ni acometividad.
Guillermina no le quitaba los ojos, que con los guiños se volvían picarescos. Era una maravilla cómo le adivinaba los pensamientos. Parece mentira, pero no lo es, que después de otra pausa solemne, dijo la Pacheco estas palabras: «Porque eso de que Castelar le coloque es cosa de labios afuera. Usted mismo no lo cree ni en sueños.
Las exclamaciones de los circunstantes ante aquel caso extraño fueron interminables. Todos compadecían al viejo elegante: no tenían palabras bastante fuertes para condenar el brutal proceder de la chica. Sin embargo, debajo de los comentarios se adivinaba cierto regocijo que hacía brillar los ojos y pugnaba por salir en forma de carcajadas. El suceso era chistoso.
Pero Margarita adivinaba el suplicio interior de la pobre señora y su lucha para que no se revelase exteriormente en la humedad de sus ojos, en la nerviosidad de sus manos. Le era imposible abandonar á su madre un solo momento... Luego había sido la despedida. «¡Adiós, hijo mío! Cumple tu deber, pero sé prudente.» Ni una lágrima, ni un desfallecimiento.
La iglesia, la confesión con el padre de moda, un buen vestido para dar envidia á las amigas y el visiteo entre mujeres, lejos del hombre que no era más que el macho destinado á los negocios y á traer dinero á casa; estas eran todas las aspiraciones de su vida. Además, Aresti adivinaba en las palabras y en los ojos de su mujer extrañas influencias que venían de fuera.
El amo no se diferenciaba de Fermín en más de media docena de años; también lo había visto él correr como un muchacho por la viña en tiempos del difunto don Pablo; pero ahora era el jefe de la familia, el director de la casa, y él entendía la autoridad a uso antiguo, ceñuda e indiscutible como la de Dios, con gritos y arrebatos de cólera, apenas adivinaba la más ligera desobediencia.
Por instinto adivinaba una maniobra ofensiva por parte de los enemigos de su prima. Amargamente vituperado por Clementina, que le acusaba de no haber vigilado suficientemente á Roussel, tenía empeño en tomar un desquite. Y su amor propio, su odio y su interés reunidos le impulsaban á seguir las huellas del solterón. La noche estaba oscura y serena.
Don Eugenio García, una tortada... no estaba mal; la otra era de «las magistradas»; y los demás pasteles no llevaban señales de procedencia; pero doña Manuela adivinaba que eran de Juanito, aquel hijo que la obsequiaba con tanto cariño como sí fuese su novia. ¿Y Juanito, dónde está mamaíta? En la tienda; pero vendrá antes de las doce. Rafael también ha salido.
Palabra del Dia
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