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Actualizado: 29 de mayo de 2025


Para todos los primos y primas trajo regalos: para ellos puros filipinos en abundancia; para ellas, o pañolones bordados, que llaman en mi tierra de espumilla y de Manila en Madrid, o abanicos chinescos de los más primorosos. Para D. Acisclo trajo armas japonesas, y para doña Luz un juego de ajedrez de marfil, prolijamente labrado.

Mientras el auditorio aguardaba en silencio, respirando apenas, a que la emoción religiosa permitiera al orador continuar, él oía como en éxtasis de autolatría el chisporroteo de los cirios y de las lámparas; aspiraba con voluptuosidad extraña el ambiente embalsamado por el incienso de la capilla mayor y por las emanaciones calientes y aromáticas que subían de las damas que le rodeaban; sentía como murmullo de la brisa en las hojas de un bosque el contenido crujir de la seda, el aleteo de los abanicos; y en aquel silencio de la atención que esperaba, delirante, creía comprender y gustaba una adoración muda que subía a él; y estaba seguro de que en tal momento pensaban los fieles en el orador esbelto, elegante, de voz melodiosa, de correctos ademanes a quien oían y veían, no en el Dios de que les hablaba.

El resto de la mañana lo pasaba en un «boudoir» en que el mobiliario era de porcelana fina de Dresde, y la profusión de flores hacían de él un verdadero jardín de Armida; allí, reclinado sobre cojines de seda color perla, saboreaba el «Diario de las Noticias», mientras lindas mujeres, vestidas a la japonesa, refrescaban el aire, agitando abanicos de plumas.

Eran sus dibujos del gusto francos que la dinastía había traído á España; y en los cinco lienzos que lo formaban, había amanerados grupos de pastoras discretas y pastores con peluca al estilo de Watteau, género que hoy ha pasado á los abanicos. Desde dicha noche se detuvo, y no hubo medio de hacerle andar un segundo más. El reloj, como sus amas, no quiso entrar en este siglo.

Hubo crujir de sedas manoseadas, rumor de varillajes de abanicos, chasquidos de besos, sonoridades de monedas de oro caídas sobre mármol, y luego grandes carcajadas, como si alguien diabólicamente se mofara de la hermosura, el lujo y el amor.

El relincho de reto, el aullido hostil y burlón, había resonado casi al pie de la escalera de la torre, prolongándose con el fuerte soplo de unos pulmones como fuelles. Casi al mismo tiempo sonó en la obscuridad un rumor estridente de abanicos abiertos: las aves marinas, sorprendidas en su sueño, salían disparadas de entre las rocas para cambiar de guarida.

, vamos, vamos; la escena será chistosa. Levantáronse, y recogieron aprisa abanicos, sombrillas y velos, precipitándose hacia la puerta. Eh, ¡señoritas! decía la condesa de Monteros . No corran ustedes tanto, yo no soy tan joven como ustedes, y voy a quedarme atrás.

En una vitrina, grandes abanicos abiertos evocaban modas desaparecidas y transmitían la sensación encantada de los años en que se habían usado: algunos, enormes, estaban hechos con blanca pluma de garza sobre varillas de ébano; en otros era el plumaje negro y contrastaba pomposamente con el labrado marfil; y en los menos antiguos, alguna escena de pastores se pintaba sobre la indecisión de la seda ajada.

Ripamilán, casi oculto entre las faldas de doña Petronila, a quien llevaba enfrente, iba en sus glorias; no por su contacto con el Gran Constantino, sino por ir entre damas, bajo sombrillas, oliendo perfumes femeniles, y sintiendo el aliento de los abanicos; ¡salir al campo con señoras! ¡la bucólica cortesana, o poco menos!

Yo no creí prudente intentarlo; pero fui hacia allá, codeando a diestro y siniestro, cuando al llegar junto al teatro, ante cuyas puertas se agolpaban masas de gente y no pocos coches, sentí que vivamente me llamaban, diciendo: Gabriel, Araceli, Gabriel, señor D. Gabriel, Sr. de Araceli. Miré a todos lados, y entre el gentío vi dos abanicos que me hacían señas y dos caras que me sonreían.

Palabra del Dia

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