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Según refiere Garibay , cuando la virreina doña María do Toledo fué por última vez á la isla Española el año 1544, llevó consigo los huesos de su suegro y marido, dándoles sepultura en la capilla mayor de la iglesia catedral de Santo Domingo. Allí reposaron hasta que por el tratado de paz de Basilea, dejó la isla de ser española.

Pero podría asegurarse que no rezó con el Almirante la pragmática, pues sin tantas razones se exceptuó al comendador de Lares Frey Nicolás de Ovando en 26 de Septiembre de 1501, mandando que por el tiempo que en las islas y tierra firme estuviera por gobernador, «pudiera vestir y cubrir su persona de raso de colores, de brocados de seda e paños e joyas, seda, oro e piedras preciosas sin embargo ni impedimento alguno », y más lata concesión se hizo posteriormente en favor de la virreina doña María de Toledo, expresando en la cédula la facultad de aplicar oro y joyas á la montura y arreos de las cabalgaduras que usara.

Por lo visto contestó Leoville si eres la reina del baile, ella es la virreina y yo he llegado tarde; me ha enseñado su carnet tan atestado de nombres que ya no había manera de añadir allí ninguno. ¿Es decir que no hay medio posible? repuso Magdalena con viveza.

Algún tiempo después se sintió la virreina atacada de esa fiebre periódica que se designa con el nombre de terciana, y que era conocida por los Incas como endémica en el valle de Rimac. Sabido es que cuando, en 1378, Pachacutec envió un ejército de treinta mil cuzqueños a la conquista de Pachacamac, perdió lo más florido de sus tropas a estragos de la terciana.

Era un sacerdote, un hijo de Ignacio de Loyola, el que había pronunciado tan consoladoras palabras. El conde de Chinchón se inclinó ante el jesuíta. Este continuó: Quiero ver a la virreina, tenga vuecencia fe, y Dios hará el resto. El virrey condujo al sacerdote al lecho de la moribunda.

El valeroso hidalgo vivió muchos años, muchos; llegó a alcanzar el gobierno de don Luis, el nieto de Colón, y su madre la virreina gobernadora... A la hora de la muerte, al redactar en Valladolid su heroico testamento, declaraba con amargo orgullo que, pudiendo ser por sus trabajos el más rico hombre de la isla si los descendientes del Almirante hubiesen cumplido sus promesas, era el más pobre de ella, pues no tenía ni una casa en que vivir sin pagar alquiler.

Alguna quisquilla debió tener su excelencia con las limeñas cuando en dos ocasiones promulgó bando contra las tapadas; las que, forzoso es decirlo, hicieron con ellos papillotas y tirabuzones. Legislar contra las mujeres ha sido y será siempre sermón perdido. Volvamos a la virreina, que dejamos moribunda en el lecho.