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Lo mismo que nuestro arroyo y todos los riachuelos y ríos del mundo, igual que el tortuoso Meandro de Asia, que ha dado su nombre á las sinuosidades de su curso, los arroyuelos de algunos metros de largo que se determinan en las playas del océano, después de los reflejos de la marea, tienen también graciosas formas serpentinas.

El lenguado es ovalado, plano, á fin de que pueda deslizarse entre la arena; la anguila, para poder revolcarse en el cieno, toma formas serpentinas y se convierte en larga cinta; las balderayas, que suelen vivir agarradas á las rocas, tienen nadaderas-manos que las asemejan más á la rana que al pez. La vista es el sentido del pájaro, el olfato el del pez.

Como seres débiles, intentamos medir la naturaleza con nuestra propia talla; cada uno de sus fenómenos se resume para nosotros en un pequeño número de impresiones que hemos sentido. ¿Qué es el arroyo, sino el sitio hermoso y apacible donde hemos visto correr el agua cristalina bajo la sombra de los álamos, balancearse sus hierbas largas como serpentinas y temblar agitados los juncos de sus islitas?

Era el martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso, ya al oscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas, miró al carruaje de delante. Extrañado de una cara que no había visto la tarde anterior, preguntó a sus compañeros: ¿Quién es? No parece fea. ¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctor Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece...

Como un enorme ramo de verdura que sobresale del jarro, las hierbas acuáticas con sus plateadas hojas que crecen al borde de la fuente, y las algas de limo con sus largas cuerdas enguirnaldadas cediendo á la presión del agua que rebasa, se doblan hacia afuera por el borde del estanque; por entre su espesa capa la corriente se escapa abriendo anchos regueros con su cauce adornado de flotantes serpentinas.

Un momento después las serpentinas volaban hacia la victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente colgante de cintas, y la que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando al galante muchacho. Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cochero y aún carruaje: sobre el hombro, la cabeza, látigo, guardabarros, las serpentinas llovían sin cesar.

Los que no estaban ocupados en bailar lanzaban por el aire serpentinas y bolas de algodón, ó insistían con un deleite infantil en hacer sonar pequeñas gaitas y otros instrumentos pueriles. Flotaban en el aire cargado de humo esferas de caucho de distintos colores que los concurrentes habían dejado escapar de sus manos.