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La verdad era que a Rafael no le interesaba mucho el partido. Mirábalo como una de las fincas de la familia cuya legítima posesión nadie le podía disputar, y se limitaba a obedecer a su madre: «Ve con don Andrés a Riola.

Lloró la gran vitoria el turbio Esgueva, Pisuerga la rió, rióla Tajo, Que en vez de arena granos de oro lleva. Del cansancio, del polvo, y del trabajo Las rubicundas hebras de Timbreo Del color se pararon de oro baxo. Pero viendo cumplido su deseo, Al son de la guitarra Mercuriesca Hizo de la gallarda un gran paseo.

Entérase del suceso el señor de la torre, que no había salido de casa en ese mismo tiempo por no hacer falta fuera de ella; lánzase de un brinco al corral; toma el camino del pueblo, volando, más que pisando, sobre la espesa capa de nieve que le tapiza y emblanquece, como al lugar como al valle entero y como a todos los montes circunvecinos; llega, golpea con su garrote las puertas, cerradas por miedo a la glacial intemperie; ábrense al fin una a una; pregunta, indaga, averigua, estremécese, indígnase, amonesta, increpa, amenaza donde no halla las voluntades a su gusto; y, por último, endereza a garrotazos las más torcidas, hasta conseguir lo que va buscando: media docena de hombres que le acompañen al invernal en que debe hallarse, bloqueado por la nieve, si no muerto de hambre o devorado por los lobos, su infeliz convecino, que, contando volver a la mañana siguiente, no había llevado otras provisiones de boca que un pan de cuatro libras; hace buen acopio de ellas; exhorta a los seis que le rodean poco resueltos; anímanse y se enardecen al cabo, porque son buenos y caritativos en el fondo; emprenden la marcha los siete monte arriba, monte arriba; y anda, anda, anda, cuando llegan a trasponer las cumbres de Palombera, sienten dolorido el pecho, como si el aire que aspiran llevara consigo millones de puntas aceradas, y una torpeza y un quebranto en las rodillas, cual si fueran losas de plomo los «barajones» que arrastran sus pies; confórtanse un poco con un trago de aguardiente que beben «a la riola»; y anda, anda sin cesar, a veces se ven envueltos en remolinos de nieve cernida, desmenuzada y sutil, que les impide hasta la respiración y que, por fortuna, pasan como una nubecilla más de las que se ciernen y vagan errabundas sobre la montaña; el mismo señor de la torre, de complexión de hierro y que camina siempre delante, nota que le va faltando su indomable fortaleza; que los miembros se le entumecen, que no puede modular una sílaba con sus labios contraídos por la frialdad, que están yertas, insensibles sus manos amoratadas; empieza a temer algo serio, y no por él, seguramente, y salta, brinca, se frota, se golpea, grita y aúlla como un salvaje... todo menos vacilar y detenerse, ni dejar un instante en reposo un músculo ni una fibra de su cuerpo; y luego canta y se chancea mientras anda, para alentar y dar ejemplo a los que van a sus órdenes y le siguen en el silencio absoluto, aterrador, de aquellas alturas solitarias e inclementes.