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Cuando llego a Madrid está cayendo un agua menudita, cernida, persistente. Son las ocho. El cielo está sombrío. Entro en mi cuarto, sin aliento, fatigado. Dejo la capa y el sombrero. Voy a acostarme un rato. Y al ir a entornar las maderas del balcón veo sobre la mesa un papel azul. Un papel azul doblado y cerrado no puede ser más que un telegrama. Yo alargo la mano.

Comenzaba a desplomarse del cielo una luz gris, cernida por el denso celaje: la inmensa sábana de agua tomaba un color blancuzco de ajenjo. Flotaban en la corriente, como escobazos de miseria, los despojos de la inundación; árboles arrancados de cuajo, haces de cañas, techumbres de paja de las chozas; todo sucio, pringoso, nauseabundo.

No faltaba dentro de ella ninguna de las comodidades y refinamientos que la moderna civilización proporciona a los ricos. Tenía una famosa habitación decorada al estilo persa, cuarto de baño, un espacioso comedor medianamente pintado y algunos lindos gabinetes pequeños y tibios, donde la luz entraba cernida por cristales de colores.

Al oír el estrépito de afuera, suspendió hasta las lágrimas y se lanzó a uno de los cuarterones abiertos, y allí se estuvo mirando, con la avidez de un sediento, aquella mar de lluvia cernida, revuelta y zarandeada en el espacio por la furia del vendaval.

El viejo duque y el unigénito, adolescente de veintiún años, pasaban los inviernos en Madrid, ciudad que ella aborrecía, sobre todo por el sol. Le gustaban los cielos grises y la luz cernida.

Ya estamos fuera la dijo Leto que leía esas impresiones en su cara . Los síntomas no pueden ser mejores: calma cernida.

El verde de los pinares y de los laureles y de algunos naranjos de las huertas, sobre el verde más claro de las praderas en declive, limpias y como recortadas con tijeras, alegraba la cumbre resaltando bajo el cielo lechoso y entre las paredes blancas, que se comían toda la luz del día, difusa y como cernida a través de las nubes delgadas.