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Me tocó en lo vivo la salvedad del mozón, que no estaba fuera de lo prudente ni dejaba de venir al caso, y me la eché de terne, preguntándole con brío bastante forzado: ¿Qué armas hay que llevar? Pos la escopeta con cartuchu de bala, y güen acopiu de eyus; el cochillón de monti por si es casu... ¿Crees que podrá hacer falta, eh?

Desde el fondo de la cueva salió otro tiro entonces: el de la espingarda de Pito. Hirió también al oso, pero sólo le detuvo un momento: lo bastante para que el mozón de Robacío le hundiera la hoja de su cuchillo por debajo del brazo izquierdo, hasta la empuñadura.

Cuentan las crónicas, para probar que el arzobispo Loayza tenía sus ribetes de mozón, que en Lima había un clérigo extremadamente avaro, que usaba sotana, manteo, alzacuello y sombrero tan raídos, que hacía años pedían a grito herido inmediato reemplazo. En arca de avariento, el diablo está de asiento, como reza el refrán.

Como había que acomodarse al andar de Chisco, que no era su andar ordinario, la bajada a Tablanca duró bastante más de lo calculado a la salida de la «Cuevona» del «Pedregalón de Escajeras»; y como, así y todo, el mozón de Robacío no era de hierro, llegó a cansarse mucho y a no sentirse bien a medida que avanzaba la noche y el frío arreciaba.

En vista de ello, despedíme hasta el mediodía, y me volví a mi cuarto donde me aguardaba Chisco... y el café caliente, con tostadas, que por encargo del mozón me había preparado Tona... En fin, que media hora después estábamos Chisco y yo, armados hasta los dientes, en el portal, donde Pito Salces, con su espingarda al hombro y una perruca faldera al lado, entretenía sus impaciencias oliscando a Tona en sus trajines de arriba.

Si no le contengo con una reflexión imperiosa y una sacudida recia de su lástico, hace otra barbaridad allí menos laudable que la del monte. Pensando que se la envidiaría Chisco, acordéme del descubrimiento hecho por en casa del Topero y en el corazón de Tanasia, y fuile con el cuento al mozón de Robacío, en un aparte que tuve con él.

Por aquella cornisa, que corría hasta perderse en el carrascal del otro lado de la cueva, vi pasar a Chisco y a su perro, a Pito Salces detrás de su perruca faldera, y cómo iban desapareciendo, uno a uno, en el antro tenebroso los hombres y los animales, después de muy leves precauciones del mozón de Robacío.

Vio el mozón, como yo lo esperaba, el cielo abierto, porque comer con Chisco era comer con Tona. ¡Puches, qué doble panzada se dio! Yo, que asistí al final de la comida, añadí con gustosa aquiescencia de mi tío, al surplús con que ya se había obsequiado a los comensales, en honor del nuevo, una botella del más rancio «tostadillo» lebaniego que se guardaba en la bodega de la casona.