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El Facundo remueve en cada página la arcaica bandería de «unitarios» y «federales»; pero debo advertir al lector novel que no usa tales expresiones en su valor doctrinario, sino en su significado ocasional y argentino. «Federal», para un proscripto unitario de 1845, era sinónimo de gaucho localista y brutal; en tanto que «unitario», para un caudillo federal de nuestras provincias, era sinónimo de «loco» y «traidor». Unitario quería decir, además, porteño que había sido monarquista y visitado Europa, o vestía levita, gastaba lentes y era «doctor». No es ésta, como se ve, la doctrina de equilibrio político de las diversas regiones argentinas dentro de la nacionalidad, o sea el ideal que despuntó incipiente con Juan Ignacio de Gorriti en la Junta Grande de 1811, para triunfar con Alberdi y Mitre en la Constitución actual.

Primero, tal era su táctica se iba derecho hacia el doctor; le concedía la razón, pero censurándole acremente sus exageraciones de monarquista. En nuestro tiempo nadie se improvisa rey ni emperador. Papel tan alto sólo cuadra a quién fué mecido en regia cuna, a quien nació en las gradas de un trono.

En aquella botica concurrían: Venegas, espíritu fuerte, liberal de la nueva echada, republicano incipiente, muy enconado contra el malaventurado ensayo imperial; Jacinto Ocaña, monarquista hasta la médula de los huesos, que siempre que hablaba de Maximiliano, se descubría respetuosamente, y que a cada instante trababa disputas con Venegas, sacando a bailar la Saratoga y el Tratado Mac-Lane; el doctor don Crisanto Sarmiento, retrógrado por los cuatro costados, que vivía suspirando por el régimen colonial, que se hacía lenguas de Revillagigedo, que de buena gana viera restablecido en México el Santo Tribunal de la Fe, y que cuando alguno hablaba de la Independencia, decía, echándola de agudo: ¡La maldita «india pendencia» que nos tiene hechos una lástima!