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Los novios insistieron en sus propósitos, y no sólo insistieron, sino que se amaron con más ahinco, se amaron con el frenesí de la prohibicion; más claro, se divinizaron en su fantasía, creyéndose héroes de novela, mártires del amor. La generalidad de los padres ignora cuánto influye esto, y con cuánto cuidado se debe evitar.

Era la pura verdad; pero, así y todo, insistieron las bonísimas mujeres en negarla, aunque no con los bríos necesarios para lograr sus caritativos fines, porque eran cariñosas en extremo y se sentían impuestas y conmovidas ante aquella extenuación y aquella lividez cadavéricas del pobre don Celso, que ni por afán de mantener sus derechos desconocidos por la tiranía profesional de Neluco, se acordaba ya de levantarse.

En fin, tanto insistieron, que Ana, puestos los ojos en los de Mesía, prometió solemnemente ir al teatro. Y fue. El teatro de Vetusta, o sea nuestro Coliseo de la plaza del Pan, según le llamaba en elegante perífrasis el gacetillero y crítico de El Lábaro, era un antiguo corral de comedias que amenazaba ruina y daba entrada gratis a todos los vientos de la rosa náutica.

Casi al mismo tiempo Cronegk, en un breve artículo de la primera parte de sus obras, y Dieze, en sus observaciones á Velázquez, insistieron también en lo mucho que valía la literatura dramática española, á pesar del abandono en que estaba largo tiempo antes, y de la injusticia con que, en ocasiones, se le había tratado.

Por aquellas calendas hicieron una visita a su tío de usted, don Celso; pero tenía éste entonces más bríos y más agallas que hoy, y respondió a su taimada exposición de necesidades en tales términos y en tal actitud, que no insistieron en su petición, ni han vuelto a parecer por Tablanca.

Los convidados, que sabían bien lo que pasaba, temieron una escena desagradable y no insistieron. Pero la alegría no se enfrió por eso. El señor Rafael tomó la guitarra exclamando: Ya me han conocío ustedes como bailarín. Ahora van á conocerme como músico.

¡Caballeros, buenas tardes! Y se echaron los fusiles al hombro, rechazando la amable solicitud de algunos mozos que habían corrido a la taberna para traer unas copas. «Se las ofrecían sin rencor y sin miedo; al fin todos eran unos y vivían en la estrechez de la islaPero los guardias insistieron en su negativa. «Se agradece; lo prohíbe el reglamento.» Y se marcharon, tal vez para emboscarse a corta distancia y repetir el registro al anochecer, cuando la gente volviese dispersa a sus alquerías.

Me negué, con impaciencia. Creyendo que mi negativa fuera para no aburrirlos, insistieron, y tanto insistieron, que no me quedó más remedio que escaparme... Pues esa misma noche, interpretando mal mi huida, Clarita se comprometió con mi rival, que, como todos los rivales, me parecía un tonto de capirote.