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LOMO ADOBADO. Limpio el lomo de cerdo de las grasas y cortado en ruedecitas, se pone en el adobo, que se habrá hecho con ajo machacado y orégano; cuando está molido, se agrega vinagre y pimentón encarnado, un poco de agua y sal; a las veinticuatro horas de estar adobado puede freírse y servirlo; se adorna la fuente.

Y ellos, desconociendo sus propios males, hablaban con horror de las dolencias que asaltaban a los hombres en la penumbra de la selva al remover el humus secular y las vegetaciones dormidas: grandes abscesos de la piel que acababan por rebullir lo mismo que un hormiguero, avivándose la carne en gusanos; emponzoñamientos de la sangre que mataban en breve tiempo a un hercúleo jayán; rápidas consunciones, devoradoras de grasas y de músculos, que sólo respetaban el esqueleto, dejándolo flotante dentro de la piel, cual si esta fuese un traje demasiado grande.

Abrió entre sus manos grasas y carnudas un libro cuyas páginas alumbraba un monigote con un cirio, y eruptó sobre el cadáver en latín bárbaro y gangoso algunos rezos con la pasmosa inconsciencia de un loro.

Recordando a la fatigada Partenia, comencé a considerar que otra hubiese sido su suerte, de casarse con el antiguo griego del drama; al menos habría vestido siempre decente y sin aquel traje de lana pringado por las comidas de un año entero y las grasas de cocina, no se hubiese visto obligada a servir la mesa con el cabello sin peinar, ni se hubieran colgado de sus vestidos los dos niños con los dedos sucios, arrastrándola inconscientemente a la sepultura.

Bien quitadas las grasas a una lengua de ternera o de vaca, se frota con sal de nitro y se pone en una cazuela con sal, especias y hierbas finas; se cubre bien de sal, se tapa con un paño y se pone peso encima, dejándola dos días; entonces se vuelve lo de arriba abajo, se le añade más sal y se le pone el peso, dejándola cinco días más.

Penetro la arcana alquimia que se está operando en su estómago a tiempo que deglute; cómo las proteínas, grasas y carbohidratos, almidones y azúcares de los alimentos que delicadamente va introduciendo en el precioso estuche de su boca se truecan al final en tejido orgánico; y no quiero profundizar más en estas observaciones entrañables, porque llegaría a términos lastimosos.

A su lado, una mujerona chata, de desbordantes grasas, sentada en un taburete, se cubría de, los rayos del sol con una sombrilla roja, de encajes, cuya riqueza contrastaba con la mugre de sus ropas. Isidro no la prestó atención. Conocía las debilidades del Ingeniero. Aquélla sería la favorita del momento.