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Así como don Quijote vio rebullir a Altisidora, se fue a poner de rodillas delante de Sancho, diciéndole: -Agora es tiempo, hijo de mis entrañas, no que escudero mío, que te des algunos de los azotes que estás obligado a dar por el desencanto de Dulcinea. Ahora, digo, que es el tiempo donde tienes sazonada la virtud, y con eficacia de obrar el bien que de ti se espera.

Y la misma mano verde que pone florecillas y mariposas sobre la tumba anónima cuelga olorosas guirnaldas de los muros ennegrecidos por el incendio, tapiza con terciopelo vegetal las pendientes abiertas por las explosiones, hace gorjear los pájaros y rebullir los insectos sobre las sepulturas, guía la serpenteante enredadera por el leño negro de las cruces, como si quisiera convertirlas en tirsos...

Cada dos hombres llevaban entre ellos, lo mismo que si fuese un cartelón anunciador, una faja de papel impreso mucho más larga que alta. Todos estos carteles tenían una capa de grasa y de suciedad, en la que la vista microscópica de los pigmeos veía rebullir pequeñísimos monstruos del mundo microbiano.

El talento, que él se lo figuraba como un ser substantivo, independiente, hasta corpóreo, misterioso huésped interior, comenzaba a rebullir, a desasosegarse, y dando unos golpecitos con los nudillos por la parte de dentro de las paredes del cráneo, le decía: «Ea, Belarmino, aquí estoy yo; vamos a discurrir cosas nunca oídas.» A este recóndito ser personal o demonio íntimo, Belarmino lo llamaba Inteleto.

Y ellos, desconociendo sus propios males, hablaban con horror de las dolencias que asaltaban a los hombres en la penumbra de la selva al remover el humus secular y las vegetaciones dormidas: grandes abscesos de la piel que acababan por rebullir lo mismo que un hormiguero, avivándose la carne en gusanos; emponzoñamientos de la sangre que mataban en breve tiempo a un hercúleo jayán; rápidas consunciones, devoradoras de grasas y de músculos, que sólo respetaban el esqueleto, dejándolo flotante dentro de la piel, cual si esta fuese un traje demasiado grande.

De cada población se habían de llevar a Madrid regalitos para todos. Con la actividad propia de un día de viaje, las compras y algunas despedidas, se distrajeron tan bien ambos de aquellos desagradables pensamientos, que por la tarde ya estos se habían desvanecido. Hasta tres días después no volvió a rebullir en la mente de Jacinta el gusanillo aquel.

Pero, llevado en volandas por el rebullir continuo de la muchedumbre, fué a dar sobre el levitón de don Raimundo, en éxtasis ante la pirámide de billetes de la sala contigua. Usted dispense tartamudeó el muchacho aterrado.

Con amor se podía vivir donde quiera, como quiera, sin pensar más que en el amor mismo...; pero sin él... volverían los fantasmas negros que ella a veces sentía rebullir allá en el fondo de su cabeza, como si asomaran en un horizonte muy lejano, cual primeras sombras de una noche eterna, vacía, espantosa.

Pasaba las horas en absoluta soledad, contemplando el revoloteo de los pájaros de colores en las frondosidades inmediatas, extrayendo melodías del monótono canturreo de las aguas, hablando tal vez con el pensamiento a las náyades de la Cascatinha, que le mostraban en su gracioso rebullir sus grupas de blanca espuma y aterciopelado iris. Toma, «menino», y márchate de aquí.

Avanzaron los dos amigos hacia la popa, deteniéndose en la baranda cercana al café, sobre la cubierta de los de tercera clase. Habían levantado los marineros una parte del toldo y se veía abajo el rebullir de la emigración septentrional, gentes melenudas que a pesar del calor conservaban sus abrigos de pieles. Sonaba el gangueo de un acordeón con el apresurado ritmo de la danza rusa.