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Burton Blair había tenido particular predilección por el matrimonio Gibbons, y casi parecía que éstos se consideraban menospreciados porque no se les informaba de todas las disposiciones del testamento de su difunto amo. Nosotros sólo les participamos el legado de doscientas libras para cada uno que les había hecho Blair, lo cual les causó el más profundo placer.

Triste cosa, señor, lo que le ha sucedido a nuestro pobre amo se arriesgó a decir el bien enseñado servidor, que toda su vida la había pasado al servicio de los anteriores propietarios. Me temo que la pobre y joven señorita sienta demasiado el peso de su desgracia. Lo siente demasiado, Gibbons respondí, tomando un cigarrillo y quedándome de pie con la espalda hacia el fuego.

Felizmente, empero, todos los moradores de Mayvill ignoraban por completo los acontecimientos de la noche anterior, y cuando a mediodía abandonamos la mansión, de regreso para Londres, Gibbons y su esposa nos despidieron en la puerta y nos desearon feliz viaje.

Pero sin embargo charló alegremente, como si no hubiera tenido ninguna preocupación en el mundo por qué afligirse. Mientras Gibbons estuvo sirviéndonos, no pudo hablar con confianza, pero cuando sus ojos se fijaban en mi, su mirada estaba llena de expresión significativa.

Sin embargo, debo, por mi parte, confesar que yo no había sacado aún ninguna conclusión respecto al móvil verdadero de aquella visita; a pesar de que estaba convencido de que había en ello algún motivo ulterior, que no podía, empero, ni sospechar. Después de cenar, la señora Gibbons condujo a mi linda compañera a su pieza, mientras Gibbons me mostró la que había preparado para .

Eran ya cerca de las nueve cuando la señora Gibbons, la anciana ama de llaves, nos recibió, con los ojos llenos de lágrimas por la muerte de su señor, y entramos en el gran hall revestido con entrepaños de roble, en el cual se veían la espada y el retrato del valeroso caballero, capitán Enrique Baddesley, de quien todavía se recordaba allí una romántica historia.

La tentativa fue muy débil primero, pero luego aceleró algo el paso, y, sin mencionar ninguno de los dos lo que había sucedido, la conduje por la larga avenida hasta la casa. Una vez dentro, me manifestó que era innecesario llamar a la señora Gibbons, y en voz muy baja me imploró que callase todo lo que había presenciado. Tomó mi mano entre las suyas y la retuvo.

Después que Mabel me permitió fumar un cigarrillo y le dijo a Gibbons que deseaba que nadie la viniese a molestar durante una hora o más, se levantó y cerró con llave la puerta, para que pudiéramos emprender el trabajo de investigación sin que sufriéramos interrupción alguna.

Ella y su esposo le manifestaron a Mabel su más profundo pesar por su reciente desgracia. Después de quitarnos nuestros abrigos, pasamos al pequeño comedor, donde Gibbons y un sirviente, de librea, nos atendieron y sirvieron la cena, con toda esa majestad antigua característica en aquella espléndida mansión que tantos siglos contaba de existencia.

Gibbons y su esposa, viejos servidores de los antiguos dueños, estaban algo sorprendidos, según me pareció, de ver que yo solo había venido en compañía de su joven ama, a pesar de que Mabel les había explicado que deseaba hacer un examen de todos los objetos pertenecientes a su padre que había en la biblioteca, y que por esa razón me había invitado para que la acompañara.