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La que contaba estas tristezas llamábase Basilisa; tenía a su padre baldadito, de andar en el río cogiendo anguilas, con el agua hasta los corvejones; a su hermana Cesárea bizmada, de los golpes que le dio su querido, un silbante, un golfo, un rata, «a quien tiene usted toda la noche jugando al mus en cas del Comadreja, Mediodía Chica. ¿Conoce la señora ese establecimiento?

Mis doce ministros avanzaban con sus grandes carteras llenas de billetes; mi escolta me abría paso entre el gentío implorante de la escalinata; mis caballos se impacientaban, relinchando y coceando al darse cuenta de que algunos inteligentes se habían aprovechado de la aglomeración para manosear sus corvejones y sus ancas. Otra palabra, señor Spadoni: la última.

El toro, que por el instinto natural de su fuerza y de su valor quiere ser provocado para embestir, bajó y alzó dos veces la cabeza con impaciencia, arañó la tierra y suscitó de ella nubes de polvo, como en señal de desafío. Stein no se movía. Entonces el animal dio un paso atrás, bajó la cabeza, y ya se preparaba a la embestida, cuando se sintió mordido en los corvejones.

El otro era evidentemente su escudero, sin más armas ofensivas ni defensivas que su yelmo y la poderosa lanza de su señor, que empuñaba con la diestra mano. En la izquierda, además de las riendas de su propia montura, tenía también la brida de un soberbio alazán con lujosos paramentos que le llegaban hasta los corvejones.

El caballo se paró en firme, aculándose sobre los corvejones y arrojando espuma y sangre por la boca, pues había chocado con una encina. A pesar de lo rápida que fue la caída, Luisa había visto algunas sombras pasar como el viento detrás del seto, y había oído una voz terrible, la voz de Marcos Divès, que gritaba: «¡Adelante! ¡Atravesadlos