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El hombre avanzó más, y el toro comenzó a retroceder, berreando siempre y arrasando la avena con sus bestiales cabriolas. Hasta que, a diez metros ya del camino, volvió grupas con un postrer mugido de desafío burlón, y se lanzó sobre el alambrado. ¡Viene Barigüí! ¡El pasa todo! ¡Pasa alambre de púa! alcanzaron a clamar las vacas.

Las vacas, mientras tanto, se animaban unas a otras. El pasó ayer. Pasa el alambre de púa. Nosotras después. Ayer no pasaron. Las vacas dicen , y no pasan, oyeron al alazán. ¡Aquí hay púa, y Barigüí pasa! ¡Allí viene! Costeando por adentro el monte del fondo, a doscientos metros aún, el toro avanzaba hacia el avenal.

Al honrado malacara, sin embargo, se le ocurrió de pronto que las vacas, atrevidas y astutas, impenitentes invasoras de chacras y del Código Rural, tampoco pasaban la tranquera. Esta tranquera es mala, objetó la vieja madre. ¡El ! Corre los palos con los cuernos. ¿Quién? preguntó el alazán. Todas las vacas volvieron a él la cabeza con sorpresa. ¡El toro, Barigüí!

De pronto las vacas se removieron mansamente: a lento paso llegaba el toro. Y ante aquella chata y obstinada frente dirigida en tranquila recta a la tranquera, los caballos comprendieron humildemente su inferioridad. Las vacas se apartaron, y Barigüí, pasando el testuz bajo una tranca, intentó hacerla correr a un lado. Los caballos levantaron las orejas, admirados, pero la tranca no corrió.

El hombre dijo que no iba a pasar se atrevió, sin embargo, el malacara, que en razón de ser el favorito de su amo, comía más maíz, por lo cual sentíase más creyente. Pero las vacas lo habían oído. Son los caballos. Los dos tienen soga. Ellos no pasan. Barigüí pasó ya. ¿Pasó? ¿Por aquí? preguntó descorazonado el malacara. Por el fondo. Por aquí pasa también. Comió la avena.

Los caballos reemprendieron de nuevo el camino que los alejaba de su chacra, y un rato después llegaban al lugar en que Barigüí había cumplido su hazaña. La bestia estaba allí siempre, inmóvil en medio del camino, mirando con solemne vaciedad de idea desde hacía un cuarto de hora, un punto fijo de la distancia. Detrás de él, las vacas dormitaban al sol ya caliente, rumiando.

No va a pasar más aquí, añadió señalando los alambres caídos, obra de Barigüí. Barigüí pasa siempre! Después pasamos nosotras. Ustedes no pasan. No va a pasar más. Lo dijo el hombre. El comió la avena del hombre. Nosotras pasamos después. El caballo, por mayor intimidad de trato, es sensiblemente más afecto al hombre que la vaca.

Pero cuando los pobres caballos pasaron por el camino, ellas abrieron los ojos despreciativas: Son los caballos. Querían pasar el alambrado. Y tienen soga. ¡Barigüí pasó! A los caballos un solo hilo los contiene. Son flacos. Esto pareció herir en lo vivo al alazán, que volvió la cabeza: Nosotros no estamos flacos. Ustedes, están.

Barigüí, siempre danzando y berreando ante el hombre, esquivaba los golpes. Maniobraron así cincuenta metros, hasta que el chacarero pudo forzar a la bestia contra el alambrado. Pero ésta, con la decisión pesada y bruta de su fuerza, hundió la cabeza entre los hilos y pasó, bajo un agudo violineo de alambres y de grampas lanzadas a veinte metros.