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He sostenido que no había nada más imperdonable, más antisocial, en toda la fuerza de la palabra, que las desuniones morales, y que eran extremadamente difíciles porque es raro que las almas nobles no se aproximen a sus semejantes, como dice Shakespeare, o que se dejen engañar tanto tiempo por los impostores para llegar hasta el momento de formar un nudo tan solemne, sin haber tenido la triste dicha de desengañarse; que lo que se llama un matrimonio equivocado, en la acepción general que se refiere solamente a la diferencia de posición social, no podía chocar más que el más absurdo, el más absurdo de los prejuicios; el que atribuye a una clase especial facultades especiales, o, mejor dicho, exclusivas; que como yo no sabía de nadie que se hubiese atrevido a decir que la virtud se probaba por títulos o se adquiría por privilegios, no veía por qué se había de prohibir a un hombre sensible y delicado el derecho de buscar la virtud donde se encuentre; que era una cosa atroz, en fuerza de ser ridícula, condenar a una mujer interesante, dotada de todas las cualidades y todas las gracias, a la desesperación de no pertenecer jamás al objeto amado, porque esta infortunada, a la que la naturaleza y la educación han concedido todos los dones, se veía privada por el azar de una circunstancia que no depende más que del azar; que si los grandes talentos imprimen a aquellos que los poseen un carácter incontestable de nobleza a los ojos del siglo y de la posteridad, el ejercicio privado de los deberes más difíciles de llenar de la religión y de la moral, aunque fuese un título menos brillante a los ojos del mundo, no era un título menos recomendable para las almas rectas y honradas; que, en consecuencia, yo nunca me atrevería a censurar una alianza del género de la que se hablaba, si podía encontrar en ella la feliz armonía de costumbres y de carácter, que es la única garantía de felicidad de los matrimonios y de la prosperidad de las familias.

Mi trabajo suscitó en el seno del jurado una discusión importantísima, de la cual se ocupó mi hermano Julio en la carta que con tal motivo dirigió al barón de Mayals. Yo atacaba valientemente la medida de la expulsión, demostrando hasta la evidencia que fue injusta y cruel, aparte de antieconómica y antisocial.

Zola o cualquiera otro autor de la escuela de Zola, hubiera hecho de la narración de tan horrible historia algo desesperante, antisocial o provocador a la blasfemia. En el ánimo del lector la culpa de todo hubiera aparecido ya en la sociedad mal organizada, ya en un fatal determinismo de nuestra humana naturaleza, el cual determinismo condenaría a la Providencia o la negaría.

Pues bien, replicó Muñoz te aseguro que yo ahora suelo sentir algo así, hervir en mi naturaleza y en mi sangre el ansia del crimen pasional y subir esta ansia, brutalmente, hasta mi corazón. Y sin embargo, yo desciendo de gente convencional, ceremoniosa, acostumbrada a vivir disimulando y reprimiendo todo impulso antisocial.

Fíjese bien el honorable Senado en lo que representa el espectáculo antisocial y subversivo que presenció ayer el vecindario de nuestra ciudad. El Hombre-Montaña es un hombre, como lo indica su título.... ¡y, sin embargo, usa pantalones! Una exclamación ahogada de todos los oyentes saludó este descubrimiento.