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¡Un mulato americano! exclamó refunfuñando. ¡Indio inglés! observó en voz baja Ben Zayb. Americano, se lo digo á usted ¿si lo sabré yo? contestó de mal humor don Custodio; S. E. me lo ha contado; es un joyero que él conoció en la Habana y que segun sospecho le ha proporcionado el destino prestándole dinero.

Despues de dos ó tres bocanadas de humo, de toser y de escupir por una comisura, preguntó á Ben Zayb dándole una palmada sobre el muslo: ¿Usted ha visto patos? Me parece... los hemos cazado en el lago, respondió Ben Zayb estrañado. No, no hablo de patos silvestres, hablo de los domésticos, de los que se crían en Pateros y en Pasig. Y ¿sabe usted de qué se alimentan?

Aquella noche los guardias de las puertas de la ciudad fueron sustituidos por artilleros peninsulares y al día siguiente, á los primeros rayos del sol, Ben Zayb que se aventuró á dar un paseo matinal para ver el estado de las murallas, encontró en el glacis, cerca de la Luneta, el cadáver de una jovencita india, medio desnuda y abandonada.

No faltó un mal intencionado susurro de que S. E. estaba decidido á hacer algo, porque en aquello veía los primeros síntomas de una rebelion que convenía sofocar en su cuna, que una caza sin resultados desprestigia el nombre español, etc., y ya se echaba el ojo á un infeliz para vestirle de venado, cuando S. E. en un acto de clemencia que Ben Zayb no sabía con qué frases encomiar, disipó todas las inquietudes, declarando que le daba pena sacrificar á su placer los animales del bosque.

Y se dispuso á saltar la barrera sin pasar por la debida puerta, mientras el P. Camorra se deshacía en protestas temiendo que Ben Zayb tuviese razon. ¿Y cómo no, señor? contestó el americano; ¿pero no me rompa nada, estamos? El periodista estaba ya sobre el entarimado. ¿Permite usted? decía. Y sin aguardar el permiso, temiendo que Mr.

En eso opino como la señora, dijo su vecina, ¿para qué darles zapatos si han nacido sin ellos? ¿Y para qué camisa? ¿Y para qué pantalones? ¡Figúrese usted lo que ganariamos con un ejército en cueros! concluyó el que defendía á los soldados. En otro grupo la discusion era más acalorada. Ben Zayb hablaba y peroraba, el P. Camorra como siempre le interrumpía á cada instante.

Y con este saludable recuerdo el pobre Ben Zayb andaba con manos de plomo, no decimos piés, por no imitar al P. Camorra que tenía la avilantez de reprocharle que escribía con ellos.

Y para cohonestar esta pretension decía Ben Zayb: ¡Porque, figúrense ustedes! ¡si descubro la trampa del espejo delante del público de los indios! ¡Le quitaría el pan al pobre americano! Ben Zayb era un hombre muy concienzudo. Bajaron unos doce, entre ellos nuestros conocidos don Custodio, el P. Salví, el P. Camorra, el P. Irene, Ben Zayb y Juanito Pelaez.

En aquel momento por las vueltas y revueltas del río, hablábase de su rectificacion y naturalmente de los trabajos de las Obras del Puerto. Ben Zayb, el escritor que tenía cara de fraile, disputaba con un joven religioso que á su vez tenía cara de artillero.

Ninguno se atrevía á hacer coro á aquellas diatribas; don Custodio podía indisponerse con S. E. si quería, pero ni Ben Zayb, ni el P. Irene, ni el P. Salví, ni el ofendido P. Sibyla tenían confianza en la discrecion de los demás.