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Actualizado: 7 de junio de 2025
Figuraos que aquí es el cielo más lindo que en el Zarzal, que los árboles son más altos, las flores más frescas, que todo es risueño, que un tío es una feliz invención de la naturaleza, y que mi prima es bella como una hada.
Pero sus muchas obligaciones le impidieron escribir al señor de Pavol esa misma noche, y al día siguiente, mi tía que luchaba desde algunas semanas con sus achaques, cayó gravemente enferma. Cinco días después, la muerte llamaba a las puertas del Zarzal, y cambiaba la faz de mi existencia.
Podías mirarte al espejo, Reina; el señor de Couprat te había dicho que eras linda. ¿Pablo de Couprat? exclamé. Cierto dijo mi tío, me he olvidado hablarte de él. Parece que se guareció en el Zarzal un día de tormenta. Bien lo recuerdo respondí ruborizándome. ¿Vendrá a almorzar el lunes, Blanca? Sí, papá, el comandante ha escrito aceptando la invitación. ¿Quién te ha vestido así, Reina?
Luego de beber el filtro de amor, el encantamiento de ellos no duraba años, no duraba una existencia entera: su poder iba más allá de la muerte... Y cuando después del trágico fin quedaban acostados para siempre, cada uno en su tumba de piedra, a la sombra de un monasterio, un zarzal nacido de los restos de Tristán crecía en una sola noche, cubriéndose de flores y de pájaros, y abarcaba las dos sepulturas con abrazo tenaz.
Veíala yo desde las ventanas de mi cuarto, sentada, con el libro o el rosario en la mano, sobre un poyo de madera adosado a un cerezo que domina el zarzal, cuyas negras ramas, cuajados de fruto, se inclinaban sobre su cabeza.
Tomada esta resolución, y confirmándome mi desmejorada cara en mis pensamientos lúgubres, pensé que sería correcto y conveniente advertir al cura, y que por otra parte no podía morir sin estrecharle la mano. Bien determinada a ello, entré una mañana en el despacho de mi tío y le pedí permiso para ir al Zarzal. Más vale escribir al cura que venga, Reina. No podrá, tío; nunca tiene un céntimo.
Dio dos o tres pasos por la sala, sonose con fuerza y logró dominar la emoción que oprimía su garganta y que estuvo próxima a reventar en sollozos. El carruaje estaba ya en la puerta. Petrilla, con su traje de gala debía acompañarme hasta C * y dejarme en brazos de mi tío. Conducíanos el arrendatario, porque Susana, entregada a su dolor, permanecía provisionalmente al cuidado del Zarzal.
¡Cernícalo! díjele indignada al contemplar tal fenómeno de estupidez. Abrió los ojos, abrió la boca, abrió las manos, y hubiera abierto toda su persona, si hubiese podido, para expresar más su asombro. Volví al patio de el Zarzal, renegando del barro, de mis zuecos, de Juan y de mí misma. ¡Petrilla, ven! grité.
No tardé en tomar parte en la conversación, y ya había recobrado una parte de mi buena alegría cuando pasamos al comedor. Colocada entre el cura y Pablo de Couprat, me dirigí inmediatamente a éste, preguntándole: ¿Por qué no volvisteis al Zarzal? No he podido disponer de mis acciones, señorita. ¿Y habéis, por lo menos, deseado ir? Muchísimo, os lo aseguro.
Aprovechemos del buen tiempo y de los últimos momentos de vida que me quedan, para ir al Zarzal, señor cura. Y nos pusimos en camino hacia mi antigua morada bajo un agradable sol de Noviembre, infinitamente menos dulce y confortador que el cariño y el rostro del cura.
Palabra del Dia
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